Claves familia saludable
Las siete claves de una familia saludable
Primera clave: es un camino de unión con Dios
Introducción
Quisiera hacer una exposición sencilla y humilde, que no pretende abordar sistemáticamente el tema de la familia, sino sólo ofrecer una serie de intuiciones que me gustaría compartir con vosotros. Posteriormente, en un clima de plena confianza, me gustaría que tuviésemos tiempo para hablar, y para que podáis presentar a vuestro obispo las dudas y otras cuestiones que os parezcan pertinentes.
Mi punto de partida es la afirmación de que la Iglesia tiene una preocupación muy especial por la familia. Muchas veces hemos expresado la convicción compartida de que difícilmente vamos a poder transmitir la fe a las nuevas generaciones, a los niños, a los jóvenes, si no contamos con la familia, como el lugar «natural» para la evangelización. Es imposible transmitir la fe a una tercera generación, teniendo que pasar por encima de la segunda. ¡Muy difícil! En torno a la familia nos jugamos el futuro de la Iglesia y hasta de la misma sociedad. Más aún, como decía Juan Pablo II: «En torno a la familia y a la vida se libra el principal combate por la dignidad del hombre».
No creo que os descubro el Mediterráneo, si digo que en nuestra cultura lo que prima, lo que está en alza, es la concepción autónoma del hombre; un hombre libre, independiente, que piensa: «a mí, que nadie me diga lo que tengo que hacer»; con una concepción de «liberación» en la que parece que el hombre más maduro es aquel que no depende de nadie.
Se trata de una concepción de «autonomía» y de «libertad» que no se compagina fácilmente con la vocación de la familia. Nosotros creemos que el valor supremo no es tanto la independencia del hombre, cuanto su «comunión». El hombre maduro no es el más independiente o el más aislado frente a los demás, sino todo lo contrario.
Desde este punto de partida, os quiero ofrecer siete claves, tal vez un poco desordenadas, que no pretenden otra cosa que hacernos reflexionar, de forma que nos ayuden a examinar la «salud» de nuestra vivencia familiar.
1. Primera clave: el sacramento del Matrimonio es un camino para la unión con Dios.
Se trata de recordar y revivir este principio básico: El matrimonio es una vocación para la unión con Dios. Obviamente, también lo es para la unión del hombre y la mujer… Pero es que resulta que en nuestro subconsciente, está presente el concepto de que el sacerdocio o la vida religiosa, son el camino para la unión con Dios (el sacramento «religioso»); mientras que el sacramento del matrimonio sería algo así como el sacramento «no religioso», el sacramento -digamos- «mundano». Los religiosos y los sacerdotes serían aquellos que apuestan por la unión con Dios, mientras que en el sacramento del matrimonio la apuesta sería distinta, no explícitamente para la unión con Dios.
Partimos así de una imagen equivocada que hemos de purificar. Porque, en realidad, subamos a un monte por una ladera o por otra -hay muchas laderas para subir al monte-, al final llegamos al mismo pico, a la misma cumbre. Y de esto tenemos que convencernos: el sacerdocio, la vida religiosa y el matrimonio suben a la misma meta, y son caminos de una vocación a la unión plena con Dios.
Ocurre quizás que en el matrimonio, en la vida de familia, existe un innegable riesgo de quedar absorbido por muchos problemas a lo largo del «camino»: los agobios, la hipoteca, los niños, enfermedades, colegios, trabajo, etc. El riesgo del matrimonio y de la familia es quedarse inmerso en estas preocupaciones, olvidándose de la «meta» a la que nos dirigimos. Por el contrario, el riesgo más inmediato del sacerdocio o de la vida religiosa, no es tanto el de olvidar la meta a la que nos dirigimos… (¡Tendría delito!, como se dice popularmente, que los sacerdotes y religiosos nos olvidásemos de que Dios es nuestra meta). El peligro principal, en nuestro caso, suele ser el de configurar nuestra vida como si fuésemos unos «solterones». (Que me perdonen los solteros, porque utilizo la expresión en un sentido negativo). Me refiero al riesgo de buscar un estatus de vida acomodada, a no entregar plenamente la vida, a no vivir enamorados de la vocación que Dios nos ha dado; a ser una especie de «funcionarios acomodados» (¡y que me perdonen también los funcionarios!).
Pongo un ejemplo para iluminar lo anterior: Cuando los sacerdotes visitamos a las familias, -a mí siempre me ha gustado mucho en mi vida sacerdotal visitar a las familias- te invitan un día a cenar, y ves lo que es una familia con todos sus niños. Y ves que en una familia hay una entrega plena, y no hay «tregua», los niños lo piden todo, y los padres no tienen nada para sí, ni un metro cuadrado ni un minuto para sí mismos, no se poseen en propiedad, son totalmente para darse entre ellos y para darse a los niños. Y, ¡cómo no!, te llama profundamente la atención esa experiencia que comparten contigo. Uno sale de esa visita admirado de cómo ellos han entregado su vida totalmente, y cuestionándose si nosotros, los sacerdotes, actuamos con la misma generosidad: ¿Voy a poner límites a mi servicio sacerdotal, reduciéndolo a unas horas de despacho, o a unas circunstancias o momentos limitados? Obviamente, los sacerdotes y religiosos tenemos el riesgo de plantearnos la vida como un solterón; y, por ello, la vida de plena entrega en el seno de la familia, es un estímulo muy grande para recordar que Dios también nos ha pedido y nos ha ofrecido, a través del celibato, un corazón esponsal de plena entrega.
Y al revés, un sacerdote, un religioso, le recuerdan a la familia que su camino es camino de unión con Dios, que no están únicamente para solucionar los problemas de esta vida, que son muchos; sino, que en medio de todo eso, están caminando, están peregrinando hacia la misma meta que el sacerdote y el religioso: Dios. Quiero decir con esto que nuestras vocaciones, todas ellas, se complementan y se iluminan unas a otras. Mi primera consideración es ésta: recordad que el matrimonio, la familia, es una vocación para llegar a Dios, para llegar al Cielo.
Extractado de: Monseñor José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián, en los diversos encuentros arciprestales con las familias de la diócesis vasca entre enero y marzo de 2011.