Cómo mejorar la comunicación conyugal

CÓMO MEJORAR LA COMUNICACIÓN FAMILIAR
Podemos comenzar diciendo que una persona puede objetivar lo que ve en los otros o incluso hacerlo con lo que le ocurre a sí mismo, y, al verlo delante, como en una película o en una pizarra, tiene una mayor facilidad para captar lo que hay de proporcionado o bien lo que de gobernable podría haberse puesto. La conclusión tras este proceso es que se aprende mucho más.

 

Conferencia de Pedro Juan Viladrich (*)
Director del Instituto de Ciencias para la Familia
de la Universidad de Navarra[…] Debo advertirles de que aprender comunicación conyugal es complejísimo, no se acaba nunca. Esto se debe a que dicha comunicación no hace otra cosa que reflejar nuestra identidad en la relación. Como somos personas con defectos, con extremadas limitaciones y con alguna que otra gota de perversión, esa combinación, que no es la única, porque también hay grandeza, esfuerzo, virtudes y corazón, nos hace sentir que somos frágiles; nos hiere, nos desconcierta, nos crea sensación de soledad, tenemos la impresión de que no estamos reconocidos, de que parte de nosotros mismos se ha ido a la basura sin que haya no sólo un conocimiento sino también un reconocimiento. Y eso se refleja en la comunicación, es inherente al ser humano.

Ésta no es más que la interrelación entre personas, así que tengamos misericordia para enfrentarnos a algunos aspectos que veremos a continuación. Imaginen que estamos en el Pacífico. Veamos alguna que otra habitación de un pequeño hotel de Acapulco, no más. Intenten hacerse a la idea de que «prende» la televisión -que significa «enchufar» en México- una familia de 7 miembros; la pareja de los padres, cuatro hijos y una abuela. Es estable, está sentada en el salón, concentrada en torno a la abuela, que tiene en el regazo un álbum de fotos ¿Quién no ha tenido un álbum de fotos y se ha reunido con sus familiares, o se ha quedado a solas consigo mismo, alguna vez para pasar las páginas donde están las fotos de antes?

Entonces, la cámara enfoca el regazo de la abuela y se va fijando en cada una de las instantáneas. Cada una es una pincelada de biografía, a partir de la cual la abuela va comentando quiénes son los que aparecen según van preguntando los chicos. En esto, se oye la voz de Adriana, que es la niña de 15 años, mientras la cámara se fija en una de las fotos que ha señalado. «¿Y esta mujer tan guapa?», dice ella. «Sí, mi hijita, muy guapa y muy desgraciada. Es la tía Berta; su marido bebía y le pegaba hasta que le abandonó y la familia se descompuso». Entonces, el otro de los nietos comenta: «¿y este muchachito, abuela?». Y la abuela le dice: «éste es Toño, el hijo de Berta, que cayó en la droga por todo el drama de su casa. Lo encontraron un día medio muerto».

Al final de cada respuesta de la abuela, la cámara está enfocando las caras de todo el resto de la familia. En un momento determinado, uno de los nietos señala una fotografía donde está la famosa tía Berta con su chico; es una fotografía de boda en la que se les ve embelesados, mirándose felices, ante la que la señora dice: «todavía estaban a tiempo». Los padres se miran entre sí y ella, para sus adentros, en una voz en off, replica: «y tú y yo, Fernando, también estamos a tiempo». El marido, como si le leyera el pensamiento, responde, esta vez en voz alta: «sí, lo estamos».

«¿Por qué comenzamos con esta escena imaginaria?», se preguntarán. Y entonces yo les hago caer en la cuenta de que carece de sentido que le dediquemos un tiempo a la comunicación si cada uno de ustedes no se abre a ella. Los más jóvenes, por lógica, están mucho más a tiempo, pero todos, de alguna manera, lo estamos. Si dejamos que la comunicación corra a su aire, tiende a desgastarse, a confundirse y a crear situaciones opacas que originan la separación. Que es cosa de dos y que tiene funciones claras en nuestra vida es tema que trataremos a lo largo de toda la charla.
El siguiente caso que podemos analizar es el de Luis. Tiene 44 años y está casado desde hace 14 con Elisa, de su misma edad y antigua secretaria suya. Fruto de su matrimonio son tres varones de 12, 10 y 7 años, y desde que nació el segundo, Elisa se dedica a las tareas domésticas. Llevan dos meses separados y la esposa no manifiesta querer reanudar la convivencia.

Cuando el doctor le pide que le cuente el último día detalladamente para hacerse cargo de la reacción de ella, Luis se explica: «como le iba contando, una multinacional compró nuestra empresa y hubo un importante reajuste de cargos directivos. Se confirmó mi puesto de director comercial y tuve un respiro, ya que había semanas de mucha incertidumbre. El nuevo director general era extranjero, danés, para más señas. Yo soy persona abierta, afable, y me pareció que podía entenderme con él, así que pensé invitarle a cenar a casa. Tuve una gorda con Elisa porque se lo comenté el día anterior y se puso como una fiera por no habérselo dicho con tiempo suficiente. Pero ella ha trabajado ahí; sabe que nos solemos enterar de un compromiso importante sobre la marcha y hay que reaccionar, no te valen quejas. No vas a decir que no recibes a nadie, o que no tomas tu avión hasta que te avisen con la suficiente antelación. La verdad es que su actitud me pareció irresponsable, aunque al fin, muy tensos los dos, aceptó de mala gana. Y a mí eso me desmotiva. Quieren tu dinero, tu trabajo y todo lo que ello conlleva, pero no comprenden lo que hay que hacer para asegurarlo. En esto es como su madre. Mi suegro me contaba un día …»

El doctor le indica que no interrumpa el relato principal, así que Luis prosigue: «imagínese que son las 9 y estamos en casa esperando a nuestros invitados, mi director y su esposa. Hemos preparado un aperitivo en el salón para romper el hielo, pero, como no nos conocemos, hablamos y reímos poco. Enseguida llegan las tensiones; mi mujer me hace pagar el pato, ya sabe, y yo, nervioso como un flan, tomando el primer vino, se me ocurre contar un chiste que domino y tiene una gracia enorme ¿Pues sabe qué hizo mi mujer? En cuanto pregunto si saben el del pajarito Elisa suelta: «¿no iras a contar este chiste otra vez, verdad?». Y dirigiéndose a ellos les dice: «si no lo ha contado 100 veces no lo ha contado ninguna». Yo me quedo de piedra; no se me ocurre otro en aquel momento, hago de tripas corazón y lo suelto, fatal, por cierto, por culpa del mal cuerpo que me ha puesto. Encima, iba poniendo morritos en los puntos clave. Yo la hubiera matado.

Además, todavía me corroe pensar que, cuando éramos novios, ella misma era la que comentaba a todos: «Luis cuenta los chistes de cine. Cuéntales el del pajarito». Al principio, todo me lo reía, cualquier cosa mía le divertía. Me acuerdo de aquel día en que me dijo: «me caso contigo porque me haces reir»».
El doctor le pregunta: «¿y qué ocurrió luego? ¿Eso fue todo?». «No, no, ¡qué va! -dice Luis-. Nos sentamos a la mesa. Elisa cocina muy bien, por eso yo esperaba una merluza exquisita que sabe guisar de chuparse los dedos. Así que la sirve, y yo, para alabarla, para subrayar su buen hacer, comento que no le ha cogido el punto, que lo borda en otras ocasiones. Nada más decirlo, me suelta: «pues que venga tu madre a guisar». A mí se me enciende algo dentro, como si le metiesen lumbre a un barril lleno de pólvora, y, sin darme cuenta, comento algo sobre su madre ¡Qué situación! Se levanta de la mesa, nos mira a todos y me espeta: «hasta aquí hemos llegado; ya no te aguanto más y delante de tu jefe te lo digo: ¡me voy!». Estuve como dos o cinco minutos allí, en la mesa, solo, porque mi jefe y su esposa también se levantaron. Un drama. Les despedí pidiéndoles disculpas -sólo de pensarlo me muero de vergüenza y de rabia-. Y entonces me dirijo a nuestra habitación -yo iba a matar-; pero cuál era mi sorpresa que allí no había nadie: había hecho las maletas mientras yo despedía a los jefes y se había ido por la puerta del jardín. Así está el asunto. Ya le conté el primer día que está en casa de su madre desde hace dos meses, así que dígame: ¿estoy loco yo o esta loco ella? Yo eso no se lo hubiera hecho a nadie».

El doctor sigue con su interrogatorio: «¿se han visto después?» «Muy pocas veces-prosigue Luis-. Y cada vez que nos vemos, otro broncazo. Es como si me odiara y necesitara destruirme. Le mandé flores y nada; entonces, le compré la tanzanita -una piedra preciosa-que tantas veces me había pedido, un anillo divino, y se lo quedó sin agradecérmelo, sin que eso le ablandase y volviera conmigo. Por esa época, alguien me habló de usted.»

Como ven, se trata del final de una vida matrimonial. No entremos ahora en detalles, por mucho que ustedes tengan curiosidad por saber cómo acabó la cosa; se trata de extraer este flash sobre una escena final para aprender algunas cosas sobre la comunicación que pasan desapercibidas muchas veces.

Sorprendentemente, desde que nacemos hasta que tenemos 25 ó 26 años, la sociedad está configurada de tal manera que se nos introduce en un sistema educativo que se intensifica a partir de los 6 años. A lo largo de este proceso de educación consistente, en parte, en hacernos capaces de entender quiénes somos, quiénes son los que nos rodean, qué es la sociedad, el mundo del trabajo al que nos tenemos que incorporar y cómo nos capacitamos para entrar útilmente en ese modelo social, jamás hemos recibido una clase doctrinal o práctica acerca de lo que es vivir y la comunicación con los allegados, cuando resulta que dependemos de esa comunicación para lograr una armonía psíquica, para no perder la alegría y el sentido de la vida. De lo contrario, de no haber diálogo con el que está a nuestro lado, se produce desmotivación, tristeza, sensación de vida perdida …; sentimientos, todos ellos, que podemos acusar de una manera más dolorosa a lo largo de la vida.

Por tanto, ¿qué es lo que podemos aprender dentro de este pacto de misericordia recíproca que hacíamos al comienzo?, ¿qué es lo que podemos extraer de este último caso tragicómico como la vida misma? Por lo pronto, que nosotros, al interrelacionarnos, nos comunicamos íntimamente, es una relación íntima de los interiores. Y, cuando eso sucede, somos tiempo con tres sustratos, con tres pisos diferentes; sustratos que debemos identificar inmediatamente porque, en el hábil manejo de éstos, podremos prevenir «a tiempo», como decía la abuela viendo la foto, muchas de nuestras disfunciones, si son pequeñas, y, al mismo tiempo, podremos resolver algunas cosas que han encallado algo, comprendiendo por qué han encallado y en qué lugar de nosotros encallan.

Si nos situamos en la escena anterior, ¿qué es lo que se quería conseguir?: cumplir con el jefe y su esposa para llegar a tener una amistad, por lo que se le pide a la esposa una cierta colaboración con muy poco tiempo de antelación. Pues bien, toda esta escena sería inexplicable si ocurriese el primer día que Luis y Elisa se conocen. Para que ella llegue a decir: «el del pajarito no», es necesario que exista un antecedente biográfico largo, si no es imposible esta respuesta. Y lo mismo para que explote aprovechando que su marido comenta el «punto» de la merluza. Debe haber una gota que desborde el pantano. Si no hay antecedentes, se trata, entonces, de una severa disfunción psicopatológica de la señora -lo cual es improbable-. Esto demuestra que cada uno de nosotros es un estado habitual de nuestra vivencia; un hábito largo, una reiteración de situaciones que se han acumulado generando un modo de estar con el otro. Son muchos días, muchas tardes acumuladas en lo que llamamos hábito, que se diferencia del puro acto del presente, de lo que, ¡chas!, pasa a gran velocidad. Una cena dura una hora y estos hábitos son muchas horas, muchos días, meses, años.

Además, la escena ocurre al final de una tarde; es decir, tiene un momento de presente en el que ocurre. Son las nueve de un día concreto, es la merluza que se cocinó horas antes para esa cena, etc. Si nos colocamos en la posición de Elisa, cada uno de nosotros es aquel presente, aquella tarde, aquel final de tarde.

Ahora bien, en ese presente, están resucitadas y acumuladas situaciones que vienen de tan lejos que Elisa no quiebra frente a una mala cena o un mal chiste, sino que lo hace tras una serie de experiencias en su vida como esposa. Porque nosotros no solamente somos el acto transeúnte, hábitos acumulados; somos decisiones de identidad muy profundas, como el nombre del barco que pasa una tormenta: los malos vientos y las malas olas duran una hora, y el barco lleva acumulada mucha travesía en la estructura, y esa estructura puede tener desgastado el material, pero, además, tiene un nombre; se llama «esposa», o «marido», o «padre», «hermano», «hijo»…, etc. El nombre es la identidad final.

Hay un momento determinado en el que un puro acto, una mala tempestad, conlleva una discusión horrorosa pero no deja nada porque todavía no hay acumulación. A veces, uno llega a su casa con la mejor de las sonrisas y no sirve de nada porque la situación habitual está gastada, así que la sonrisa cae como una losa. El acto muere porque ya está previamente matado por el hábito, y, al final, cuando no hay mejora, la crisis sobreviene al último nivel, que somos nosotros mismos con el nombre que nos damos (marido, mujer, etc.).

El caso expuesto se utiliza para estudiar los tres niveles, los tres planos en los que cada uno de nosotros nos comunicamos con la esposa, con el hijo, con el hermano…, y los que usan los otros cuando se relacionan conmigo. Nos relacionamos aquí y ahora, pero existen hábitos favorables o desfavorables, gastados o desgastados, que influyen. Cuando lo negativo alcance un punto determinado, no sólo se desgastará la estructura, sino también el interior. La persona entrará en crisis en su ámbito final; se planteará si le es posible sobrevivir siendo la definición un día elegido. No obstante, aunque se comuniquen, estos planos se relacionan entre sí. El primer día que conocemos a nuestro amor no hay hábito ni historia. Los tres o cuatro momentos actuales los celebramos suponiendo que el futuro será la repetición feliz de estas tres tardes que hemos salido con el muchacho, con nuestra chica, que el resto de nuestra vida será la reiteración de estos primeros momentos. En ningún caso nos imaginamos esas tres primeras tardes para discutir, todavía no hay saturación.

Sin embargo, la comunicación es tridimensional y compleja. Poco a poco, sobre el aquí y ahora, sobre el segundo que pasa, sobre el presente, se van depositando, entre uno y otro, los surcos, para bien o para mal. Generan una identidad que podríamos denominar larga, como una durata; un trozo de nuestro pasado que, de alguna manera, resucitamos continuamente, con el que vamos al presente, a la vivencia de cada acto, matándolo a veces o iluminándolo fuertemente cuando el hábito de relación entre dos es muy bueno y está muy cuidado. Las dos partes van predispuestas a vivirlo, añadiendo flor al jardín en vez de añadir hiel al barril. Éste se va llenando muy despacio; no hay, durante las primeras llenadas de barriles, por muy dolorosas que sean, un interrogante al nombre final de uno mismo, pero hay un momento determinado en que el hábito negativo se va consolidando, con un peso brutal, sobre el susodicho, y acabamos preguntándonos si nuestra vida puede tener sentido con esta persona o si no me es posible soportar la idea de que el resto de mis actos y de mi vida futura sean a su lado.

Cuando uno supone que esto va a ser así, que va a ser la reiteración sistemática de este estado habitual tan negativo, entramos en la crisis de la bodega final, es decir, del lugar donde el barco tiene el nombre. Cualquier pequeñita tormenta, a veces un simple viento inesperado, desarbola, hace que cruja la estructura y hunde el barco. Y la insistencia de un ligero viento que el primer día no es más que un incidente divertido, al cabo de años, es la gota negativa creadora de un hábito que, finalmente, satura. Así que somos estas tres cosas.
Veamos ahora cómo curarlas. Evidentemente, no lo haremos muy bien. En psicología clínica y en medicina, por ejemplo, aprendemos la salud a costa de empacharnos de enfermedad, como cuando no hay forma mejor de sensibilizarse ante la justicia que sufrir su falta en nuestras propias carnes -ya lo dijo Ortega y Gasset hace mucho tiempo-. Aquí no podemos hacer lo mismo.

Además, hay que hacer una interrupción en estos tres planos: acto puro en presente, durata habitual y nombre. Este último, aunque dolorido, puede ser fuerte; por ejemplo, cuando alguien quiere seguir siendo tu mujer o tu marido. Pero, en el plano habitual, uno está cansado, desesperanzado -ojo porque ese plano acabará rompiendo el nombre final, que es el último plano más radical que tenemos, si persiste la saturación-, y la única forma que tiene de mejorar es en el acto presente, puesto que no podemos entrar en el pasado desde el mismo pasado, ni podemos entrar en el futuro desde el mismo futuro.

Lo que ocurre es que, en el momento en el que se ven, estos planos plantean un sorprendentemente divertido y, al mismo tiempo, difícil arte de comunicación entre los tres. Esto, en la medida en que los tenemos bien objetivados, nos permite diagnosticar dónde se está produciendo el daño, cómo está cada plano y comó empezar a mejorarlos todos, a sanearlos. Uno puede intentar mejorar la relación con su mujer o con su marido sin llegar a captar la tridimensionalidad; por ejemplo, con un acto como el regalo de un abrigo de visón, de unos gemelos de oro, de su corbata preferida o de un viaje a Venecia. No obstante, cuando el mal está a determinados niveles de hábito, un puro acto bueno, aparentemente alimentador, puede producir un efecto absolutamente contrario; así que los males que están en nuestro plano habitual deben ser resueltos con actos que provocan fe en larga durata de tiempo.

No consiste en el aquí y el ahora, en me has hecho esto pero nada más, pretendiendo poder revisar todo mi estado habitual con eso, no. Como ya he dicho, una flor no hace jardín y un garbanzo no hace olla. Sin embargo, nuestro marido puede ir al doctor diciéndole «le compré la tanzanita y, encima, se la quedó, porque no comprende que, en el plano habitual, la que se quedó la tanzanita nunca ha dispuesto de un presupuesto familiar seguro y estable desde el primer día del mes, sino que ha sido un goteo pedido humillantemente cada tres o cuatro días. De manera que cuando ve el anillo, puro acto presente, se dice «pájaro en mano…». Por eso digo que captar estos tres planos, ver sus juegos, nos puede distender mucho de lo que nos pasa.

Ahora vamos a ver un caso de intento inadecuado de resolución, de mejora, con los planos gastados. Todo lo que entendemos sólo como idea pero no lo podemos referir a nosotros mismos está medio entendido. Y las cosas las comprendemos cuando las identificamos en nuestra biografía, de manera que, para entender los tres planos ya aludidos, basta con que ustedes se fijen en una serie de cuestiones a su alcance:

Si tienen a su chico o a su chica al lado, éste es, justamente, el plano actual, es decir, lo que está ocurriendo ahora, en estos dos o tres segundos. Inmediatamente, verán el plano habitual, la sensación de bienestar al estar con él o con ella; o, por el contrario, dirán «madre mía, ¡qué mal huele! Siempre hace lo mismo. Mira que le he repetido infinitas veces que se ponga un desodorante », o «no le digo nada porque me va a mandar callar, que estamos en una cafetería», O sea, el recuerdo de la vida vivida, acumulada en forma positiva o negativa, es eso otro que también tenemos con el/la que está a nuestro lado.

Finalmente, está ese pensamiento de «bueno, pero yo soy su mujer (o su marido)». Este reconocimiento se hace explícito porque no está en crisis, no ha alcanzado el punto en el que tengo que negarlo para sobrevivir. Estas definiciones biográficas sólo se ponen en cuestión final cuando el plano habitual es tan pesante que el futuro no será más que la sistemática repetición de esta saturación tan negativa. Si no vemos futuro, no podemos sobrevivir salvo en la tristeza absoluta, y sin esperanza no se vive; en ese instante es cuando uno entra en la tentación de cambiar de identidad, de cambiar de nombre en la relación.

Por supuesto que estos tres planos, como ya he dicho, se comunican entre sí, como los vecinos de una casa de tres pisos, pero son distintos. Lola, nuestra paciente, tiene 40 años, está casada desde hace 15 y tiene dos hijos, un niño y una niña de 14 y 10 años respectivamente. Ella es médico pediatra en el mismo centro hospitalario donde su marido Alberto, de 48 años, es médico-cirujano, y expone una larga crisis en el plano habitual con distintos intentos de solución sin éxito. Quiere separarse pero todavía no hay crisis de identidad de fondo, aunque se está acercando. Sí la hay, empero, en el plano actual, porque sus conatos de mejora son continuamente frustrados, decepcionantes.

Supongo que, poco a poco, van viendo ustedes los tres planos. Sólo tienen que aplicárselo a su propia experiencia; comprenderán y captarán inmediatamente, al hablar con su mujer o con su marido, qué es lo que tienen desgastado, qué es lo acumulado en el plano habitual, qué gestos y actos del otro, considerados por éste como grandes gestos, tienen una enorme capacidad de minarles habitualmente, mientras que no es capaz de captar otros que recompondrían la situación. Esto desconcierta a la pareja, desde luego. Eso sí, quizás ocultan que están con la identidad rota desde hace años y se mienten descaradamente a ustedes mismos.

Así que ya hemos visto el juego de estos tres planos: Lola, médico, y Alberto, esposo y cirujano, arrastran una larga crisis que corresponde al estado habitual. Ella no quiere separarse, pero no ve cómo continuar, que es cuando comienza la desesperanza y la necesidad de cambiar de nombre.

Aquí, como ocurre en cirugía, hay que diseccionar para poder operar con las medidas adecuadas. Sin distinguir los planos, no sabemos lo que nos pasa, aunque nos duele; queremos hacer un acto que refresque pero no lo acertamos, porque tiene que haber una cierta proporción entre el aquí y el ahora y el efecto que queremos producir en los otros planos. Lola explica que les han ido distanciando muchas cosas, unas pequeñas y otras grandes, como, por ejemplo, lo poco que le cuidó su marido en el primer embarazo, sobre todo en el parto, a propósito de lo cual, los varones se sorprenderían de la cantidad de historias con disfunción de comunicación conyugal en las que la primera quiebra interior como esposa proviene de la soledad durante la gestación y el parto. Al marido ni se le ocurre pensar que la dejó sola, le es una sorpresa, como si a ustedes les acusasen ahora de haber hundido el Titanic: « ¿cómo? Pero si yo no estaba, no había nacido».

Cuando el médico le preguntó a Lola si no habló de ello con él tras el parto, ella respondió que sí, pero que lo único que sacó de ello, génesis del plano habitual, fue una riña: «me dijo que yo era una egoísta, una celosa y una competitiva frustrada. Alberto me reprendió por no entender una profesión como la nuestra. Me espetó que yo envidiaba su éxito profesional porque yo no lo tenía, que él no puede parir aunque quiera, que es cirujano y eso lo tengo que apoyar. Me estrellé contra una pared, era inútil; él tenía su código para interpretar mis quejas, y lo que a mí me pasaba, que todavía no lo sé muy bien, no entraba en su diccionario.»

Por otra parte, los pacientes tienden, en general, a contar las minucias detalladamente y a dejar vislumbrar las grandes, no a contarlas. Entonces, es lógico que el doctor le comente: «me habla usted de cosas pequeñas y grandes». «Sí -responde Lola-, cuando me emperraba en que hablásemos, él me llevaba a la cama. Al principio, nos levantábamos como si todo hubiese quedado resuelto…» Noten ustedes la tendencia a intensificar, en un acto propuesto del varón, a saturar un estado vital de la mujer; un acto sexual convertido, simplemente, en puro presente que no tiene continuidad, que no produce mejora de la saturación de la mujer sino todo lo contrario: produce desesperanza en la mujer y bloqueo afectivo progresivo. Así se crea, entre las dos personas, una situación en la que el varón capta el estado insatisfecho de la esposa y pretende resolverlo con un acto que ocurre en el puro acto; es decir, que ocurre en el puro presente pero que, entre cópula y cópula, no hay continuidad, sino discontinuidad.

El estado habitual de la esposa no pretende esto, sino el hilo entre acto y acto, porque es precisamente ahí donde está la herida, donde la mujer está desconcertada o se siente sola afectivamente. La pretensión del marido de acompañar mediante actos concretos le da la seguridad de que él lo intenta y pone en evidencia, por otra parte, que los intentos son absolutamente desafortunados. La ausencia de compañía en el estado habitual y la pretensión de darle una siesta, un desayuno, un aquí te pillo, aquí te mato, produce desgaste. No solamente hay una incomunicación, sino que también hay una absoluta incapacidad de relacionar los niveles en donde se están descomponiendo ambos sin que ninguno de los dos lo capte. El marido dice: «yo, cuando la veo triste, lo que le digo es «ven aquí, cariño» y la meto en la cama»; la mujer, en cambio, dice: «cada vez que me mete en la cama salgo más destruida».

Es lógico que lo necrosado se tenga que resolver en el instante, en este aquí y ahora, pero ojo: debe tratarse de actos concretos, presentes, cuya finalidad sea de larga duración. Es la única manera de dar crédito a nuestra conducta; de lo contrario, no se cura el estado habitual: se cristaliza. Por decirlo de alguna manera, hay granitos de arroz pero no hay paella.

Lola prosigue: «poco a poco, empecé a odiar el sistema». Ahora ya saben a qué se refiere: significa que hay un desajuste entre las comunicaciones actuales, entre las habituales y, por último, entre las identidades de fondo. Este hombre, su marido, está trabajando actos que no influyen en la mejora del plano habitual, que es el que está padeciendo. Así que la crisis vendrá antes o después porque son estériles.

Hablar frecuentemente de los temas de cada día sí es una propuesta de mejora en el estado habitual. Y no vale con el típico «sí, vale, cuéntame, tengo cinco minutos», como el hijo de un dentista que, para que su padre le hiciera caso, tuvo que pagarle una hora de consulta como un cliente más.

Y continuando con nuestra protagonista, acerca de su incomodidad con las reglas de su vida, pregunta: «pero ¿cómo decírselo? Un día lo intenté y mi queja tenía otra interpretación en su código». «¿Cuál?», incide el doctor.«Pues que yo -prosigue Lola- ya había tenido a mis hijos, ya había conseguido todo de él y, ahora, me venían las jaquecas. En fin, todo eran excusas mías porque él me quería como siempre. Así que yo era la mala de la película por quejarme, y lo peor es que llegué a creérmelo. Cuanto más esfuerzo hacía por ajustarme, peor me sentía, y cuanto más fingía, peor y peor. Al final, nos dedicábamos a sonreir únicamente delante de los amigos».
El doctor le comenta que, por lo visto, su marido quería hacer una segunda luna de miel, que había interrumpido su trabajo para eso. «Es verdad que fuimos a Venecia -asiente ella-. Alberto lo intentó pensando que todo debía ser como cuando teníamos veinte años». Esto demuestra que, en nuestra comunicación íntima, a cualquier nivel, alguno de nosotros no logra unir los tres planos, sino que sólo tenemos capacidad de comunicar en actos tan transeúntes como la puramente actual, y ésa no es la solución. Es como el padre que pretende saber de su hijo al cabo de dieciocho años. Éste ya no quiere contar nada porque, durante años, no le ha hecho ni caso, y su progenitor se queja porque sí se lo cuenta a sus amigos.

No trabajamos el ser una identidad biográfica estable para los que nos rodean, pero sí lo exigimos de los otros, sí queremos que estén completos en los tres planos. Y esta exigencia va creando una mayor soledad en el plano habitual y en el del nombre, por lo que de nada me sirve ir a la televisión, por ejemplo, y decir, ante millones de espectadores, que alguien me ama en una carroza que me ha prestado el presentador del programa. Desde luego, es la máxima intensificación del acto presente; sin embargo, llega la esposa y comenta «éste que viene en carroza, que no puede vivir sin mí, es un pájaro que no alimenta a sus hijos, que me pega…». Vean la diferencia entre la pretensión de ser hábito para los demás y lograrlo. Ya no nos ven más que como un momento concreto, un rato suelto.

El don y la entrega son tridimensionales. Se hace en el día a día, pero hay que estar dentro de manera estable, biográfica. Si se está fuera se nota, aunque no se pueda expresar. Se siente soledad, y hay que saber si es cosa de una tarde y el fondo es extraordinariamente espléndido.
Cuando Lola comenta la intención de su marido con el viaje a Venecia, nos damos cuenta de que hay gente que sólo es capaz de afrontar sus actos volviendo a tiempos anteriores, a su adolescencia o juventud, que es tremendamente inmadura. Cuando falta precedente, no hay nada, ni bueno ni malo, por eso no hay problema; y por eso se quiere volver a ese estado. «Había que volver a empezar, pero a mí me pesaban muchas cosas que no podía olvidar, y no hablamos de ninguna de ellas; más bien nos propusimos no tocar temas escabrosos. Así que yo, a la vuelta, me sentía peor, y pasó lo que tenía que pasar».

En esta visión de tridimensionalidad, la comunicación descansa en la verdad. Si no se percibe, no hay solución. Nuestra verdad es la verdad de los tres modos de ser tiempo. Una madre normal informa continuamente a su hijo normal de que su identidad de madre es biográfica. Podrán discutir hasta tirarse la vajilla, pero ella sigue teniendo la sensación de que es su hijo. Aun en casos de drogas, nunca llegará a una crisis de identidad, aunque tenga un sufrimiento intenso. Siempre será la madre. Pero, en general, no es lo que se da en nuestras casas. Discutimos sobre estados habituales notablemente normales, sobre identidades de fondo estables.

Tenemos que darnos cuenta de que lo mejor es hacer saber al otro que nuestro don es entero; que estamos en el aquí y ahora, comprometidos con el estado habitual en el que me percibes y me percibo, etc. Esto forma parte de la verdad del don; su mentira es desentenderse de cómo está el otro puesto que yo ya le regalé un anillo o le llevé al cine y pensar que cómo interprete estos gestos es únicamente su problema.

Cuando dos se encuentran realmente, no se temen en los tres planos. Juegan en serio a construirlos en el cada día, alimentando la comunicación entre defectuosos, frágiles, perversos. Porque el secreto no es la perfección de ambos, sino que crean el uno en el otro, que sean sinceros en el intento.

Quisiera terminar con un caso que sucedió en Buenos Aires. Es la última página del diario de una anciana, y con ella entenderemos el concepto de unidad biográfica. Si uno ha pasado el ecuador de su vida, debe preguntarse cómo está mi estado tridimensional, qué hago cada día, cómo vivo el presente fugaz, con quién. Uno tiene una armonía biográfica si tiene una dosis suficiente, o la va consiguiendo a base de luchar, de autoanálisis, de comprensión del otro y de sí mismo. La honestidad es lo que hace funcionar la interrelación en la medida en que hay un pacto entre las partes (conyugal, paterno-filial o fraternal), no la perfección. Trabajos y amigos son muy importantes, pero no dan compañía íntima.

Así pues, demos paso a esta página poniéndonos en antecedentes. Berta, arquitecto de 45 años, casada desde hace 18 años con Juan, de 47 y piloto de las Fuerzas aéreas con grado de coronel, acude al doctor para leerle el retazo de vida de su difunta madre:

«Queridísimos míos. No imaginé que sería así. Me doy cuenta de que me quedo aquí, de que me vais a internar y ya no saldré viva. Dejadme el gusto de escribiros esta pequeñita carta al final de este pequeñito diario mientras Matilde y Berta van haciéndome el equipaje. Os miraba y observaba todos estos últimos días mientras me acompañabais en la clínica, de médico en médico. A ti, Matilde, y a tu marido el matasanos, que ya no sabe qué hacer conmigo, mi tan querido Carlos; y a tí, Berta, y a tu bonito piloto, mi Juan; y a todos vuestros hijos, a mis nietos. Y sobretodo a Ricardo, mi hombre desde que era una mocita, al que extraño como nunca supuse y no le dije, y se lo debo, cosas que no supe en su momento; cosas mías, nuestras, tan profundas, hermosas, como sembrar y abonar, cuidar y recoger esperando cada cosa a su tiempo. Así fue lo nuestro, pero no es de esto de lo que quería hablaros ahora.
Os veía que cuchicheabais con los médicos, y yo sé que soy enferma terminal, no es una sorpresa. En cambio, sí lo fue vuestro miedo, me pareció que sufríais imaginando mi sufrimiento, el de morirme, pero eso ahora no me importa. Mi vida no es mi sangre corriendo, sino vosotros. Yo no soy la vuestra, pero vosotros sí sois la mía, porque soy vuestra madre ¿Os acordáis de cuando el médico os dijo lo que os dijo? ¡Qué preocupación más grande, quién me lo diría! Y yo cogí vuestras manos, y uní las de Juan y Berta, y las de Carlos y Matilde, y os dije que no os preocuparais porque mi vida, hijos míos, es vuestra unión y las futuras de mis nietos y sus hijos.
Os doy unas gracias tan íntimas que no sabría explicarlas, y os las doy en nombre de Ricardo también. Es nuestro agradecimiento porque vuestra unión es nuestra vida. Gracias, hijos míos. Ya le pediré al buen Dios que os de la bendición de ver vuestra vida en vuestras uniones y en las de vuestros hijos, y lo pediré el día en que se descubre que el principio está al final».

Ésta es la página que quería leerles. Muchas gracias