Conversar con los hijos
Conversar con nuestros hijos
De hacerlo dependen cosas tan importantes como, por ejemplo, estar pendientes de sus sentimientos, de sus amistades, de su ocio, de su formación cristiana…
Saber conversar con los hijos es para mí algo fundamental. Una de las bellas artes más desconocidas. Dejémonos de tanta mojigatería teórica y saquemos tiempo para hablar con ellos. ¿De qué? Pues de todo. De to-do. Con esa naturalidad propia del cariño. Esas conversaciones son necesarias para ellos… y para nosotros, los padres. Por favor, no convoquemos unos miedos innecesarios. Porque una cosa es la prudencia y el ir por delante de ellos, y otra muy distinta el pavor que se refleja en esos ojos como platos de algunas madres, cuando de pronto un día se enteran -¡cuánta ingenuidad!- de que tienen un hijo o una hija en edad adolescente, capaz de las estupideces más alucinantes. Claro, los problemas y las rarezas siempre acaecían a las demás familias. ¿A nosotros, a nuestros hijos? Si son unos benditos, y que si esto y que si lo otro. Ya.
¿Tan difícil es? Un paseo basta. Un paseo detrás de otro quiero decir. O un tomar algo juntos. O hacer deporte. O lo que sea que ayude a entablar un diálogo distendido y sincero. Sin que se nos note en exceso la angustia, o ese querer solucionarlo todo con dos o tres frases rotundas, adornadas por alguna cita que hemos leído u oído en el folleto de turno. Porque nada agobia más que un padre (o madre) cuadriculado por la vehemencia del que se cree que lo sabe todo. Y no lo sabemos todo. Muchas veces no sabemos casi nada de nuestros hijos (que también creen saberlo todo). Estamos tan embebidos en lo intrascendente material, o en lo profesional, o hasta en sus mismísimas notas, que olvidamos lo fundamental de nuestros chavales. ¿Y qué es lo fundamental?
Pues esto de qué es lo fundamental va por barrios. La casuística es tan heterogénea como abracadabrante. Pero yo me ciño a lo mío. Si los padres son católicos -o dicen serlo, y aunque no sean cristianos seguirá siendo lo más crucial-, ¿qué será lo más importante? Habrá quien incluso dude a estas alturas. ¿No será el alma? Sí señores, el alma. En el alma de nuestros hijos está el impulso de su felicidad, el centro donde se dirimirán las más importantes batallas de su vida. Aquellas en donde se jugarán su alegría y su destino eterno. Sé que suena fuerte, pero la realidad no es otra. O somos coherentes con nuestra creencia o el futuro de los hijos será tan endeble como nuestra propia abulia. Luchar por la buena formación es cuidar de su alma -y de la nuestra- con perseverancia y solicitud.
De hacerlo así dependen cosas tan importantes como, por ejemplo, estar pendientes de sus sentimientos, de sus amistades, de su ocio, de su formación cristiana, o elegir un colegio que se adecue a nuestra fe (no sólo al inglés, o a la cercanía), a ese ir moldeando con disciplina y delicadeza sus hábitos. Crecen físicamente e intelectualmente. Pero ¿y espiritualmente? ¿Para cuándo las virtudes? ¿O van a quedar tullidos interiormente?
Bueno, pues de esos sentimientos, amistades, etc, es de lo que debemos hablar con nuestros hijos. Quizá al principio les dé vergüenza, un lógico apuro.
Es entonces cuando debemos hablar nosotros, contar de lo nuestro, hacerles partícipes de anhelos y problemas familiares. Poco a poco se irán abriendo a esa confianza que les ofrecemos. Con naturalidad. Sin escandalizarnos ni clamar al cielo si nos ofrecen en bandeja su confidencia. Por rara que esta sea. Hablar, hablar, hablar. Mejor dicho: escuchar, escuchar, escuchar. Sin caer en la desesperación o en la paranoia. Y si dudamos, pedir consejo, y cultivar la amistad de los padres de sus amigos… La adolescencia es una ocasión única para hacerles fuertes en el bien y en la verdad. Casi nada.