Fidelidad e indisolubilidad
FIDELIDAD E INDISOLUBILIDAD, TEOLOGÍA MORAL
SUMARIO: I. Fidelidad y cultura moderna. II. La propuesta cristiana de la fidelidad. III. De la fidelidad a la indisolubilidad. IV. La indisolubilidad del matrimonio en la tradición cristiana. V. Los divorciados vueltos a casar civilmente. VI. Hacia una ética cristiana de la fidelidad.
La categoría de «fidelidad» (conyugal) tiene una triple perspectiva de lectura: ética (la fidelidad como observancia del pacto de amor establecido con el otro), existencial (como comunidad continuada de vida con el cónyuge), teológica (como signo y símbolo de la alianza entre el ser humano y Dios). Una fidelidad conyugal auténtica, vivida en el marco del matrimonio cristiano, tendrá que abarcar los tres significados, que, por lo demás, están íntimamente relacionados y, en cierto modo, se complementan entre sí.
I. Fidelidad y cultura moderna
En la cultura del Occidente cristiano la fidelidad conyugal se ha presentado tradicionalmente como un valor. Durante mucho tiempo se ha considerado que la forma óptima de relación entre hombre y mujer era la sancionada por el pacto nupcial y confirmada por una comunidad indivisa de vida. Las no infrecuentes infracciones de la fidelidad conyugal, sobre todo por parte del hombre, no se veían como un debilitamiento del principio de la superioridad ética de la fidelidad respecto a su contrario (la infidelidad o el adulterio). Esta especie de favor previo otorgado al matrimonio estable se enmarcaba, por lo demás, dentro de una sociedad estática por tendencia, en la que la referencia a la tradición era continua y general, y en la que el anciano (identificado a menudo, precisamente por razones de
edad, con el depositario de la sabiduría) gozaba de una posición cualificada y autorizada. En este tipo de sociedad la categoría de duración despuntaba con rasgos nítidos como un valor, como una especie de banco de prueba de la autenticidad de los valores y, consiguientemente, también de la relación entre hombre y mujer.
Pero después de la revolución industrial -y espiritualmente incluso antes, a partir del renacimientola sociedad se fue construyendo sobre categorías diferentes: la innovación, la movilidad, el cambio. El mismo prolongamiento progresivo de la vida -que abría a la fidelidad conyugal unos horizontes de duración impensables sólo un siglo antescambiaba radicalmente los términos en los que se planteaba el problema de la fidelidad en las sociedades modernas. En el contexto de la sociedad industrial, la elevación de la fidelidad a categoría central de una relación entre hombre y mujer vivida como señal de estabilidad representa todo un desafío a una cultura basada en presupuestos diferentes. En un mundo en el que todo cambia, y cambia continuamente, la fidelidad conyugal se presenta como una excepción a la regla. Excepción, sin embargo, necesaria para poder sustraer al asalto de la sociedad de consumo algunos tipos de relación al menos -el primero de todos el establecido entre hombre y mujer en el matrimonio-, permitiendo a la relación conyugal desarrollar en el tiempo toda la riqueza de la que es potencialmente portadora.
Por contrastar con la lógica interna de las sociedades modernas, la fidelidad es ahora bastante más difícil de practicar y de vivir en toda su plenitud y profundidad, no simplemente como obsequio a la tradición o como pura «obligación» jurídica (obligación, por lo demás, superada con la introducción casi generalizada del l divorcio en la legislación civil), sino en su vertiente ética y religiosa de pacto que compromete definitivamente a una persona con otra, en una relación de amor continuo
e irrevocable, en la vida y, para el creyente, incluso después de la vida; pacto que para el cristiano es de alguna manera símbolo y reproducción del amor indefectible que el «Dios fiel» tiene a los humanos (2Tim 2,13).
La propuesta de la fidelidad como valor genuinamente humano y al mismo tiempo profundamente religioso resulta problemática en un contexto cultural caracterizado por grandes cambios de valores, amplios fenómenos de secularización y deterioro de la categoría de tradición. Como consecuencia se abre camino, incluso en la conciencia de los creyentes menos conscientes, una concepción del matrimonio en la que éste es visto como una especie de «experimento» continuamente renovable, cuyo mayor o menor éxito (y, consiguientemente, su continuación o no) se hace depender de la capacidad existente en la relación para garantizar la gratificación de los cónyuges. En última instancia, un matrimonio generador de infelicidad queda exonerado del compromiso de fidelidad y no se hace acreedor a la supervivencia.
II. La propuesta cristiana de la fidelidad
En este contexto cultural, la propuesta cristiana de la fidelidad como valor en el que se fundamenta toda la ética cristiana del l matrimonio resulta particularmente difícil, si bien su mantenimiento es una necesidad y un deber. La dificultad radica en que la propuesta de fe debe ser capaz de ensamblar las dimensiones antropológica y religiosa de la fidelidad.
En el plano antropológico, la fidelidad se presenta como el signo de la capacidad que posee el amor humano para dejar de ser realidad transitoria (como es, al menos en sus comienzos, cualquier experiencia humana de amor) y convertirse en una decisión definitiva e irrevocable que compromete de por vida. La aptitud para afrontar y superar el reto de la duración se convierte en la confirmación definitiva del amor. Desde este punto de vista, la misma
indisolubilidad jurídico-canónica del vínculo conyugal, cuando éste subsista, no hace sino transferir al plano de la ley una exigencia que dimana de una conciencia moral honradamente reflexiva. El amor incapaz de realizarse en la fidelidad, que no la defiende ni la salvaguarda con cuidado atento y autodisciplina rigurosa, no cruza el umbral de la autenticidad. En esta perspectiva, la fidelidad está contemplada no tanto ni sobre todo en su acepción negativa de rechazo del adulterio y de toda forma de evasión espiritual, afectiva y sexual, cuanto y sobre todo en su dimensión positiva de capacidad de compartir un proyecto común, el proyecto de vida que saca del recinto cerrado de la propia individualidad a cada uno de los actores del pacto conyugal para situarlos en un encuentro y una relación del uno con el otro en orden a la construcción de una comunión honda, que irá llevando poco a poco a la pareja al descubrimiento de posibilidades de relación siempre nuevas, de cuya riqueza los hijos, expresión de la sobreabundancia interior de vida de la pareja, son de alguna manera el signo y el símbolo.
La afirmación del deber de la fidelidad, más aún, de la capacidad estructural del hombre y de la mujer de ser fieles de por vida, presupone una visión al menos relativamente optimista de las personas y del amor humano. Por el contrario, una visión pesimista, que ve en las personas seres destinados a chocar indefinidamente contra un muro infranqueable que les impide incluso en el matrimonio su propia realización, lleva inevitablemente a elevar a teoría la imposibilidad de la fidelidad y, consiguientemente, a legitimar el divorcio. En el marco de esta visión pesimista del ser humano se explica la renuncia de las teologías nacidas de la reforma protestante a la defensa de la indisolubilidad por considerarla una carga demasiado pesada para las frágiles espaldas humanas.
En el plano puramente humano la fidelidad puede ser ciertamente apreciada como valor -los mismos no creyentes la consideran a menudo como un ideal hacia el que tender, aun a sabiendas de su difícil consecución-, pero difícilmente podrá ser practicada y vivida al margen de un contexto genuinamente religioso (trátese de un contexto de fe explícita o de fe solamente implícita). La infidelidad estructural del ser humano sólo puede ser superada y curada con la ayuda proveniente de la suprema fidelidad de Dios. Siempre que las personas, creyentes o no creyentes, dan prueba de fidelidad, participan en cierta medida, tengan o no conciencia de ello, de la suprema fidelidad de Dios..
Se abren aquí amplios espacios a la consideración y la profundización del modelo bíblico fundamental de la fidelidad de Dios, un tema que recorre toda la Biblia y que está estrechamente vinculado a las categorías típicamente bíblicas de alianza y de pacto. Una anticipación del mismo se encuentra ya en la afirmación de Gén 2,24 de que hombre y mujer son «una sola carne»; los profetas, desde Oseas (3,1-3) a Malaquías (2,14), hacen de él un uso repetido. La irrevocable fidelidad de Dios al ser humano, a pesar del pecado de éste, se presenta como signo y símbolo de su amor; de un amor que el ser humano está llamado a reproducir, en la medida de lo posible, a través de su propia capacidad de fidelidad. De esta manera la fidelidad de los humanos entre sí se convierte en el signo de una nueva relación del ser humano con Dios, de cuya «imagen» el matrimonio recoge y reproduce, dentro de los límites propios de la condición humana, el rasgo esencial de la fidelidad.
El estrecho vínculo existente entre la insondable esencia de Dios y las manifestaciones de su relación con el ser humano a través de la imagen del «Dios fiel» explica la atención especialísima que la tradición judía primero y la cristiana después han prestado al simbolismo matrimonial. En el horizonte de la
historia, el matrimonio aparece como una especie de lugar privilegiado en el que de alguna manera se hace visible la suprema fidelidad de Dios, y, a la vez, como la prueba por parte humana -a través precisamente de su capacidad de fidelidad- de la disponibilidad para acoger la invitación que Dios hace a una relación definitiva de amor, relación no interrumpida por el alejamiento o el desamor y apoyada en la contemplación y la oración. Cada vez que el amor humano entra en crisis y el matrimonio conoce la infidelidad, este vigoroso simbolismo se ensombrece y Dios queda en cierta medida más alejado. Esta es la razón por la cual la propuesta cristiana de la fidelidad en el matrimonio es parte integrante y esencial del mensaje de salvación que la Iglesia está llamada a presentar al mundo. Ensombrecer el sentido de la fidelidad en el matrimonio significaría, pues, atenuar de alguna manera la fuerza de cohesión que posee la palabra de Dios, que tiene capacidad para transformar desde dentro cualquier forma de encuentro entre los seres humanos, el prime,ro de todos el existente en la especialísima y profundísima relación que
se establece entre hombre y mujer unidos por el vínculo conyugal. La fidelidad, con su proyección ética y religiosa en la indisolubilidad del vínculo conyugal, posee, por consiguiente, una vertiente ética y, sobre todo, específicamente teológica, mucho más que jurídica y sociológica.
III. De la fidelidad a la indisolubilidad
La presentación, sin embargo, de la propuesta de Dios en su globalidad choca contra las limitaciones y debilidades humanas. Incluso in su aspecto negativo la historia del matrimonio reproduce y recoge la historia misma de la salvación, que es historia de gracia y a la vez de pecado, de fidelidad y a la vez de infidelidad. Desde este punto de vista una adecuación real entre la palabra de Dios y la actuación humana no es posible y, sobre todo, no se puede proponer más que como ideal remoto al que
jamás se llegará plenamente. Se plantea así el problema de los límites dentro de los cuales resulta posible transformar en regla o en norma la propuesta de Dios sobre la fidelidad.
La indisolubilidad, incluso jurídica, del vínculo encarna indudablemente el ideal, puesto que representa el contexto normativo en el que se da la adecuación menos imperfecta de la llamada de Dios a la fidelidad. El revestimiento jurídico del vínculo ético de la fidelidad bajo la forma del matrimonio indisoluble viene a ser como el marco dentro del cual puede la fidelidad desarrollar su tendencia realizándose al más alto nivel (y reconociendo que siempre existirá el riesgo de que en el matrimonio tenga lugar una fidelidad más negativa que positiva, repetitiva más que creativa). La sanción jurídica del deber de fidelidad se presenta como una garantía, aunque sea sólo externa, de la voluntad de amor de los cónyuges y puede sostenerla en los momentos de crisis. La institución garantiza así un espacio dentro del cual se puede desarrollar mejor la opción ética por la fidelidad, aunque por sí misma no forma parte constitutiva de esta opción ética ni puede garantizar la calidad de la misma. Sólo exteriormente coinciden las áreas de la indisolubilidad y de la fidelidad; ésta es más abarcadora y más profunda y la sanción de la indisolubilidad jurídica del vínculo puede preparar y favorecer su crecimiento, pero no puede ni fundamentarla ni predeterminarla.
En este corte que de hecho se produce entre la fidelidad como instancia ética, que nace de la profundidad de una relación entre hombre y mujer vivida en toda su globalidad y en toda su plenitud, y la fidelidad como regulación de la relación de pareja establecida por el ordenamiento jurídico -y, consiguientemente, entre la fidelidad como imperativo ético y la fidelidad como norma jurídicase abren amplios espacios tanto a la normativa eclesiástica como a la legislación civil.
Muy distantes la una de la otra en los primeros siglos cristianos (incluso pasado el s. VI, la legislación de Justiniano autorizaba en determinadas condiciones el !divorcio civil) y durante gran parte de la Edad Media, las legislaciones eclesiástica y civil se fueron adecuando después progresivamente en Occidente. El compromiso de fidelidad se fue transfiriendo poco a poco del plano religioso al civil a través de la prohibición de las segundas nupcias. Interrumpido en parte de los países cristianos por la reforma protestante, este paralelismo entre ambos ordenamientos se fue desvaneciendo sucesivamente casi por doquier debido a la implantación en casi todos los países, incluso de tradición católica, de legislaciones divorcistas orientadas en un sentido cada vez más permisivo. El problema de la indisolubilidad tiende, pues, a plantearse hoy en términos éticos (indisolubilidad como valor) o religiosos (indisolubilidad como norma eclesiástica) más que propiamente jurídicos (indisolubilidad del vínculo conyugal como prescripción del ordenamiento civil).
En el plano ético la fidelidad se presenta como un valor percibido todavía por la conciencia común. La autorización misma de anulación del vínculo conyugal se presenta como excepción o como remedio a casos y situaciones particulares más que como regla o mucho menos aún, como ideal. El afianzamiento, sin embargo, de una cultura que, como ya ha quedado dicho, siente una especie de horror instintivo a la duración y que se desarrolla en sentido contrario a la estabilidad del vínculo conyugal, corre el riesgo de oscurecer el significado ético de la indisolubilidad en la conciencia de los mismos creyentes. Resulta, pues, necesaria una presentación insistente del valor de la fidelidad conyugal como opción definitiva de vida, más allá incluso de la permisividad de la legislación civil. Al mismo tiempo debe ser un compromiso de los creyentes y de la sociedad civil misma el trabajar en la eliminación en la medida de lo posible de las
causas de la inestabilidad conyugal, tales como el uso precoz y a veces irresponsable de la sexualidad, la superficialidad y ligereza con que se contraen uniones carentes ya desde sus comienzos de los requisitos necesarios de autenticidad, la incidencia negativa que ejercen sobre la vida de la pareja factores complejos, desde la erradicación provocada por las migraciones hasta la degradación de la calidad de vida en los centros urbanos. Por tratarse de un valor esencialmente ético, la fidelidad conyugal tiene necesidad de soportes adecuados, si no necesariamente jurídicos, sí al menos educativos, políticos y sociales.
IV. La indisolubilidad del matrimonio en la tradición cristiana
Coexistente con legislaciones que ora autorizan el divorcio, ora sancionan jurídicamente la estabilidad del vínculo conyugal, la tradición cristiana en materia de fidelidad y de indisolubilidad ha conocido en el correr de los siglos constantes y variables.
[Para todo este párrafo, l Divorcio civil IV-V].
Sobre la base de los conocidos pasajes evangélicos de Mc 10,1-12; Mt 5,32; 19,3-11, y Lc 16,14-18,
la constante fundamental ha estado representada por la afirmación de la obligación absoluta para los creyentes de la fidelidad conyugal, tanto para el hombre como para la mujer. Según un proyecto al que remite explícitamente la predicación de Jesús, Dios quiere la unidad radical de la pareja desde el momento mismo de la creación, y esa unidad no puede romperse sin culpa grave de las personas. De aquí deriva el imperativo categórico de la ética cristiana de la fidelidad: «Luego lo que Dios ha unido que no lo separen los humanos» (Mt 19,6). Este axioma atestigua el deber que tienen los humanos de adaptarse al plan de Dios, que fija como norma fundamental de la relación de amor entre hombre y mujer la fidelidad recíproca y definitiva, excluyendo consecuentemente cualquier intervención humana
que desde el exterior pueda romper esta comunión. En esta perspectiva la ruptura del matrimonio y el intento de dar curso a una segunda experiencia conyugal suponen una negativa a acoger la llamada de Dios a la fidelidad en un ámbito decisivo de la existencia. De aquí la llamada constante y unánime de la tradición cristiana a la fidelidad como valor fundamental de la ética conyugal.
Junto a esta constante figuran, sin embargo, numerosas variables, de alguna de las cuales la exégesis más reciente ha mostrado la existencia de indicios ya en los estratos de las diversas redacciones de los dichos de Jesús sobre el divorcio transmitidos por los evangelistas; variables que encuentran puntual eco en la enseñanza y en la práctica de las primeras comunidades cristianas, tal como se deduce de los textos paulinos, de los primeros padres apostólicos y de los mismos padres de la Iglesia. Se puede afirmar que lo ideal (la fidelidad) ha chocado desde siempre contra lo real (el pecado humano, pero también el establecimiento de situaciones difícilmente compatibles con una absoluta y generosa indisolubilidad del vínculo conyugal).
a) La primera variable atañe a la posibilidad
de excepciones legitimadoras de la rescisión del vínculo, autorizando consiguientemente un segundo matrimonio poseedor de una más o menos completa dignidad sacramental.
El conocido inciso de Mateo (5,32 y 19,9) autorizando el repudio -según otros intérpretes, la separación o incluso el divorcio- en un único caso .particular (me epi porneia) constituye, se puede decir que desde hace casi dos milenios, el centro de una discusión teológica y pastoral todavía no definitivamente resuelta y de la que son buena muestra significativa las diversas y a veces contrapuestas traducciones del controvertido pasaje (la traducción litúrgica oficial española recoge la versión «excepto en caso de prostitución»; otros
prefieren «a no ser en caso de concubinato»; pero es muy discutida, por lo demás, en el propio ámbito católico y rechazada generalmente tanto por las Iglesias reformadas como por las orientales). El problema es extremadamente complejo, por lo que se hace inevitable remitir a la extensísimaliteratura especializada. En general se puede afirmar que, tras algún titubeo inicial, la tradición católica ha legitimado en determinados casos la separación, pero no el segundo matrimonio (salvo en el caso de nulidad radical del matrimonio mismo, según hipótesis progresivamente elaboradas por el derecho canónico), aun reconociendo a la autoridad de la Iglesia el derecho de hacer uso de sus poderes para anular algunos matrimonios de casuística particular.
b) La segunda variable atañe al tratamiento
pastoral de los divorciados. A esta variable han prestado especial atención las Iglesias de Oriente, según una línea que en los últimos tiempos se ha vuelto a plantear repetidamente en el debate en curso dentro incluso del catolicismo. Sin debilitar el principio de la indisolubilidad del matrimonio, que las Iglesias de Oriente siguen proponiendo como ideal de la convivencia conyugal, estas Iglesias han considerado oportuno permitir, por la «dureza del corazón» humano, pero también para no imponer a las personas cargas que, de hecho, no todas pueden sobrellevar, el segundo matrimonio de los divorciados, aunque sin conferirle una plena legitimación religiosa. Por consiguiente, incluso para las Iglesias de Oriente el ideal es el matrimonio primero y único; el matrimonio sucesivo es una acomodación del principio a la enorme diversidad de las situaciones, en base al criterio de la economía, yque podría traducirse como «solicitud pastoral» por las almas.
c) En un plano diverso, una tercera variable atañe a la relación entre normativp eclesiástica y ordenamiento civil. En ciertas épocas se ha practicado, y a veces incluso convertido en teoría, la
impermeabilidad recíproca de los dos ordenamientos. En otros períodos ambos ordenamientos se han identificado de hecho en lo tocante al tema de la indisolubilidad del matrimonio, mediante la asunción por parte del ordenamiento civil de los criterios fundamentales inspiradores de la normativa eclesiástica, el primero de todos el principio de la absoluta indisolubilidad del matrimonio rato y consumado. Otras veces han tenido lugar formas de convergencia parcial, frecuentemente definida mediante acuerdos específicos, concordatorios o no, entre las Iglesias y los Estados. En general ha ido afianzándose en los últimos decenios, incluso en los países católicos, la tendencia a legitimar el divorcio. Consecuencia de ello es la situación de conflicto entre los ordenamientos; situación que, de hecho, es hoy la predominante: la Iglesia católica es casi la única autoridad que mantiene el principio de la indisolubilidad del vínculo conyugal.
V. Los divorciados vueltos a casar civilmente
Incluso en el ámbito de la Iglesia y de la teología católicas la situación ofrece indicios de movimiento, consecuencia del amplio debate teológico puesto en marcha por el Vat. II, de las nuevas perspectivas de la exégesis bíblica y de la investigación sobre la práctica de las Iglesias primitivas en este ámbito, pero también y sobre todo consecuencia de los requerimientos provenientes de la situación en que ha venido a encontrarse un elevado y cada vez más creciente número de creyentes que, tras la ruptura del primer matrimonio, recurren (ambos o cada uno de ellos) al divorcio civil, pero solicitan de las Iglesias a las que pertenecen la legitimación religiosa de su siguiente matrimonio. Problemas doctrinales, exigencias pastorales, incluso aspectos ecuménicos, se entrelazan estrechamente, formando una de las cuestiones más delicadas, todavía no definitivamente resuelta, de la vida de la comunidad cristiana: el trato a dispensar a los divorciados vueltos a casar civilmente.
Una primera indicación al respecto emanada del magisterio es la de no «abandonar a sí mismos a los que, unidos con anterioridad por el vínculo matrimonial sacramental, han tratado de casarse de nuevo». Una segunda directriz es la de salvaguardar la integridad de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio, evitando el que una práctica pastoral demasiado permisiva lleve a un oscurecimiento de la propuesta de fe (JUAN PABLO II, Familiaris consortio, 84). Una tercera exigencia es la de no identificar la totalidad de la vida cristiana con la participación en la eucaristía (de la que, en la práctica actual de la Iglesia católica, quedan excluidos los divorciados vueltos a casar), sino la de abrir a estos últimos otras formas de vida eclesial, desde la participación en la misa al servicio de la caridad (Pastoral de las situaciones matrimoniales no regulares, 22-23).
Aun manteniendo firme el principio de la imposibilidad de una segunda celebración propiamente sacramental del matrimonio, hay, sin embargo, en curso un debate acerca de la posibilidad de que la Iglesia católica adopte medidas pastorales análogas a las practicadas tradicionalmente por las l Iglesias de Oriente y permita la reintegración en la comunidad cristiana, aunque no fuera a título pleno, a los divorciados vueltos a casar, salvadas siempre determinadas condiciones y cumplimentadas las oportunas prácticas penitenciales. Para quien ha asumido la responsabilidad del matrimonio, la ruptura del mismo constituiría objetivamente un pecado, y un segundomatrimonio no podría tener nunca carácter sacramental pleno; pero la práctica pastoral podría dejar espacios más amplios al ejercicio de la misericordia de Dios, de quien la Iglesia se haría de alguna manera signo visible, poniendo en práctica formas análogas a las practicadas desde hace tiempo por las Iglesias de Oriente. No se trataría de modificar la doctrina tradicional, sino de darle una aplicación más benévola en el plano pastoral. Aunque se trate de un
planteamiento hoy por hoy minoritario dentro de la Iglesia católica, merece la pena ahondar en él.
VI. Hacia una ética cristiana de la fidelidad
A pesar de los retos que para el valor de la fidelidad comporta, y comportará todavía más en el futuro, una cultura orientada en sentido contrario al de la estabilidad del vínculo conyugal, es deber primordial de la comunidad cristiana la presentación de la fidelidad como criterio fundamental de verdad de la existencia cristiana en el matrimonio. Avalada incluso por consideraciones de orden humano y social, tales como la exigencia de completar el largo proceso de educación de los hijos o el respeto debido a las legítimas expectativas del cónyuge, la fidelidad cristiana ahonda sus raíces en las profundidades mismas del amor de Dios, del cual es de alguna manera, borrosa e indignamente, expresión y revelación. De hecho, la fidelidad de Dios resulta comprensible y perceptible para la mayoría de las personas en la medida en que se hace visible a través de una serie de «signos», siendo el primero de todos la recíproca fidelidad del hombre y de la mujer en el matrimonio. La caída generalizada de la fidelidad conyugal implicaría, bajo este aspecto, una pérdida irreparable para el mensaje cristiano en su conjunto: Dios resultaría más lejano, ya que su eminente fidelidad se verla privada de una de sus expresiones fundamentales: la fidelidad del hombre y de la mujer en el matrimonio, entendida ésta no como conquista humana, sino como don divino (un don que, en cambio, los humanos rechazarían, reiterando así el rechazo ya denunciado por el evangelista Juan: 1,11-12).
Sin embargo, la indisolubilidad del vínculo conyugal, tan vigorosamente proclamada por Jesús en contraste con el espíritu tanto de nuestro tiempo como del suyo propio, se plantea en un plano diverso del de la ley. Consecuencia de ello es, por una parte, la demanda exigente de valores y, por otra, una necesaria mediación, habida cuenta de las
limitaciones y debilidades humanas. También de esta exigencia de mediación debería de alguna manera hacerse cargo la Iglesia en el plano pastoral, ejerciendo al máximo su misión de acogida, de misericordia, de no atormentar las conciencias, aunque sin abandonar nunca lo esencial del mensaje del que es portadora: «Siendo Cristo el único esposo de la Iglesia, el matrimonio cristiano no podrá ser imagen duradera y auténtica del amor de Cristo a la Iglesia a menos que participe de la fidelidad que define a Cristo como esposo de la Iglesia. Por eso, cualesquiera que sean el dolor y las dificultades psicológicas que se puedan derivar, es imposible consagrar a Cristo, para hacer un signo o un sacramento de su misterio, un amor conyugal que implique el divorcio» (Dieciséis tesis cristológicas sobre el sacramento del matrimonio, ti. 11).
[l Divorcio civil; l Familia; l Matrimonio].
BIBL. Lds temas aquí abordados se suelen tratar ampliamente en los estudios sobre el ¡matrimonio. Nos limitamos, pues, a señalaralgunos estudios específicos: AA.VV., El vínculo matrimonial, BAC, Madrid 1978; AA.VV., Le lien matrimonial, Cerdic Estrasburgo 1970; AA.VV., El sacramento del matrimonio, en «Communio»6(1979);
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