La intención oculta de confundir género y sexo
La intención oculta de confundir género y sexo
Autor: María Calvo (Publicado en La Gaceta de los Negocios)
Tras este aparente desliz gramatical existe una intencionada finalidad política premeditada
En los últimos años es usual oír hablar del género. Expresiones como impacto de género, opción de género, violencia de género o perspectiva de género forman parte del vocabulario común en documentos tanto oficiales como divulgativos. Se utiliza con naturalidad un término erróneo desde el punto de vista lingüístico pues lo correcto sería utilizar la palabra sexo. Son palabras que en inglés se entienden como prácticamente sinónimas, pero que en castellano son muy diferentes, ya que la palabra sexo es una categoría biológica, mientras que la palabra género pertenece al ámbito gramatical. Sin embargo, tras este aparente desliz gramatical existe una intencionada finalidad política meticulosamente premeditada.
Su origen data de los años 60 cuando, al abrigo de las teorías de Beauvoir, surge un inicial feminismo de género, según el cual la masculinidad y la feminidad no están determinados por el sexo, sino por la cultura. Sus ideólogos beben, asimismo, de diversas teorías marxistas y estructuralistas, como las proporcionadas por Friedrich Engels, quien predicó la unión de feminismo y marxismo. También Herbert Marcuse, con su invitación a experimentar todo tipo de situaciones sexuales, fue otra de sus fuentes de inspiración.
Según sus defensores, los géneros masculino y femenino, serían una «construcción de la realidad social» y por ello, deberían ser abolidos en beneficio de la proclamación y reconocimiento de la existencia de cuatro, cinco o seis géneros, según diferentes consideraciones: heterosexual femenino, heterosexual masculino, homosexual, lesbiana, bisexual e indiferenciado. Correspondería a cada individuo elegir libremente el tipo de género al que desea pertenecer en las diversas situaciones y etapas de su vida, resultando justificable cualquier actividad sexual. Consideran sus ideólogos que, aunque muchos crean que el hombre y la mujer son expresión natural de un plano genético, el género es producto de la cultura y el pensamiento humano, una construcción social que crea la “verdadera naturaleza” de todo individuo.
Esta ideología fue introducida en las Naciones Unidas en un primer momento como una política medioambientalista que buscaba la reducción del crecimiento demográfico mediante el fomento del denominado sexo ecológico, es decir, de las relaciones homosexuales. Así, bajo los auspicios de esta organización se desarrolló en la India (Bangalore, 1992) la reunión de un grupo de expertos sobre planificación, salud y bienestar familiares, en la que se adoptó la siguiente recomendación: “Para ser efectivos a largo plazo, los programas de planificación familiar deben buscar reducir no sólo la fertilidad dentro de los roles de género existentes, sino más bien cambiar los roles de género a fin de reducir la fertilidad”.
Más tarde, la IV Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre la Mujer (Pekín, 1995) fue el escenario elegido por los promotores de la nueva perspectiva para lanzar una fuerte campaña de persuasión y difusión. Allí se vendió la ideología de género como la forma de liberar a las mujeres de los roles impuestos en el ámbito biológico. Con tal fin, se desprecia la maternidad y, en consecuencia, se desestabiliza la familia como institución social. Los partidarios de la perspectiva de género proponen algo tan temerario como la inexistencia de un hombre o una mujer naturales, que no hay conjunción de características, ni una conducta exclusiva de un sólo sexo, ni siquiera en la vida psíquica. Así, la inexistencia de una esencia femenina o masculina nos permite cuestionar en lo posible si existe una forma natural de sexualidad humana. No existirían dos sexos, sino más bien muchas «orientaciones sexuales».
Desde dicha cumbre la «perspectiva de género» ha venido infiltrándose en diferentes ámbitos, no sólo de los países industrializados, sino también de los países en desarrollo. El concepto de género está enclavado en el discurso social, político y legal contemporáneo. Ha sido integrado en la planificación conceptual, en el lenguaje, los documentos y programas de los sistemas de las Naciones Unidas y por desgracia también de nuestro país, intentando un cambio cultural gradual, la denominada de-construcción de la sociedad, empezando por la familia y la educación de los niños.
La ideología de género es contraria a la dignidad de la persona, puesto que la utiliza como medio para el logro de sus objetivos, ignorando que el sexo es constitutivo de la persona (no sólo atributo de la persona) y que la persona en sí es, como dijera Santo Tomás de Aquino, “lo más noble y digno que existe en la naturaleza”. Pero se trata además de una ideología vacía, construida sobre falsedades fácilmente rebatibles desde la ciencia actual, que ha revitalizado, mediante demostraciones empíricas, la importancia esencial de la naturaleza en la existencia del dimorfismo sexual, al margen de cualquier tipo de “construcción social”.
Es cierto que la cultura y la crianza nos afectan e influyen, pero también es innegable que la naturaleza —neuronas, sustancias químicas del cerebro, hormonas y, por supuesto, los genes— deja en nosotros una huella imborrable. Todas esas brisas, naturales y sociales, soplan a nuestro alrededor. Ante este panorama no tiene sentido hablar de naturaleza o de cultura por separado, sino sólo de su interacción. Las posiciones extremas son insostenibles: los genes no pueden operar en el vacío, ni el entorno por sí solo conformar un ser sintiente y actuante a partir de la nada. En palabras del psiquiatra Le Vay, “como los narcisos, nos movemos de acá para allá con las corrientes de la vida, pero nuestras raíces nos atan a un lugar propio en el fondo del río”