Las 7 reglas para ser feliz

SIETE REGLAS
Para hacer más feliz la vida en su hogar Dale Carnegie

Oh, Jesús que sufres, haz que hoy y cada día yo te sepa ver en la persona de tus enfermos, y que, ofreciéndoles mis cuidados, te sirva a ti.

Haz que, aún oculto bajo el disfraz poco atrayente de la ira, del crimen o de demencia, sepa reconocerte y decir:
Jesús que sufres, cuán dulce es servirte.
Dame, Señor, esta visión de fe,

y mi trabajo no ha de ser jamás monótono. Encontraré alegría aceptando las pequeñas veleidades y los deseos
de todos los pobres que sufren.

Querido enfermo, me resultas más querido aún porque representas a Cristo.
¡Qué privilegio se me confiere
el poderme ocupar de ti!

Oh, Dios, que sufres en la persona de Jesús,
dígnate que yo sea otro Jesús paciente,
indulgente hacia mis faltas, tú que miras mis intenciones, de amarte y servirte
en la persona de cada uno
de tus hijos que sufren.
Señor, aumenta mi fe.

Bendice mis esfuerzos y mi trabajo,
ahora y siempre.
(Oración compuesta por la Madre Teresa de Calcuta)

Capítulo 1
Cómo cavarse una tumba matrimonial en la forma más rápida posible Napoleón y Eugenia

Cuando por allá en los años 1850 Napoleón III, emperador de Francia, se casó con una sencilla muchacha de España, llamada María Eugenia, se sentía plenamente feliz. Ella era joven, hermosa, afectuosa y él la amaba con todas las fuerzas de su corazón.

Pero lo que no sabía Napoleón era que María Eugenia era terriblemente regañona y que sufría de una enfermedad nerviosa que se llama celos. Y esto se convirtió en la tumba que sepultó el cariño que existía entre los dos, lo debilitó y lo convirtió en cenizas. Perseguida por los celos, devorada por las sospechas, la emperatriz le impedía estar un momento a solas. Entraba intempestivamente a su despacho cuando el emperador estudiaba asuntos de alto gobierno. Interrumpía sus discusiones más importantes. Se negaba a dejarlo solo, siempre temerosa de que estuviera con otra mujer. (Con razón el Libro de los Proverbios dice que los celos vienen de los infiernos. Que los celos son temibles como el mismo infierno.) Muchas veces sucedió que estando Napoleón en su despacho atendiendo a altos empleados, entraba María Eugenia y le gritaba y lo regañaba delante de todos. Y este hombre, que gobernaba millones de personas en todo un gran país, no lograba tener paz en su propia casa.

¿Y qué consiguió esta mujer con semejantes actuaciones? Pues que su marido desesperado se fuera de vez en cuando, disfrazado, y saliera de noche por las calles acompañado de algún guardaespaldas a visitar todos esos parques que un emperador no podía visitar de día, y a buscar a alguna amiga que lo consolara de los terribles regaños de su celosa esposa. Y María Eugenia tuvo que repetir aquella frase del Santo Job: «Lo que temía que me iba a suceder, eso fue lo que me sucedió». Con regañar y celar a su marido, lo único que obtuvo fue desesperarlo, enfriarlo en su amor hacia ella, y encenderlo en el amor hacia otras amistades que no le convenían.

Los esposos Tolstoi

Cuando murió el famoso escritor León Tolstoi ( + 1910) su esposa dijo llorando a sus hijas: «Yo fui la causa de las amarguras en la vida de vuestro padre». Las hijas no respondieron. Las dos lloraban. Sabían que la madre decía la verdad. Sabían que ella había amargado la vida de su esposo con sus quejas constantes, sus insaciables críticas y sus amargos regaños. Estos dos esposos habrían

podido ser felices. El era un autor famoso de libros inmortales como, por ejemplo: La guerra y la paz, leído y vendido en todos los países del mundo. La gente vivía pendiente de sus labios. Cualquier frase que pronunciara la escribía para que quedara inolvidable en la historia. Pertenecían a familias nobles y tenían lujos, riquezas e hijos. Pero sucedió algo asombroso. Tolstoi se dedicó a leer la Biblia, especialmente el Nuevo Testamento, y sus ideas cambiaron por completo. Ya no se dedicó a hacer autor literario, sino de profeta quería enseñar a las multitudes a ganarse el cielo y a tener contento a Dios. Repartía sus tierras entre campesinos pobres y no se preocupaba por estar cobrando los derechos de autor, de sus famosos libros. Predicaba a todos que había que abstenerse de fumar y de tomar bebidas alcohólicas y que los ricos tenían que compartir sus riquezas con los pobres. Y esto le desagradaba terriblemente a su esposa.

La vida de Tolstoi se le volvió una tragedia. Y la causa de ello fue su esposa. Ella quería lujos y él trataba de vivir como un pobre, como Jesús de Nazaret. Ella anhelaba fama y los aplausos de la sociedad, y él lo que deseaba era dedicarse a servir a los pobres y despreciados. Ella deseaba más y más dinero, riquezas y posesiones y él repetía que los bienes había que repartirlos con los que no tenían nada. Durante muchos años su esposa le gritó, le regañó y le echó en cara por no reclamar sus derechos de autor porque ella deseaba ese dinero para sus lujos y sus vanidades. Cuando él se oponía, la esposa sufría ataques histéricos. Se revolcaba en el suelo con un frasco de veneno junto a la boca amenazando que se mataría sino se le daba gusto a su avaricia. Cuando ya llevaban muchos años de casados, ella en días de buen genio y de paz le pedía que le leyera las páginas literarias que él había escrito en los días de su juventud. Tolstoi leía lo escrito en aquellos días, hermosos, felices, idos para siempre. Los dos lloraban. Cuán diferente habría resultado la vida real, a los sueños de felicidad que entonces había tenido. A veces Tolstoi se sentía incapaz de seguir soportando la trágica infelicidad de su hogar y salía huyendo en noches congeladas. Y en una de esas noches, en octubre de 1910, huyó en medio del frío y de la oscuridad, sin saber a dónde iba. Once días más tarde murió de neumonía en una estación del ferrocarril, y en su agonía pidió que no dejaran que su esposa viniera a visitarlo antes de que él muriera.

Tal fue el precio que la señora Tolstoi pagó por sus regaños, su histerismo y sus quejas. ¿Que ella tenía razón en mucho de lo que criticaba? Claro que sí. Pero lo grave fue lo desproporcionado de sus lamentaciones. Con razón exclamó al volver del funeral: «Me comporté como una loca respecto a es buen hombre». Pero ya era tarde para reconocer su error. Nadie va a decir que en el caso de Napoleón III o en el caso de Tolstoi toda la culpa estaba en la esposa.

No. De ninguna manera. «Cuando el río suena, piedras lleva», dicen los campesinos. Y eso es verdad. Pero lo grave y trágico en esos casos fue lo desproporcionado de los métodos empleados para tratar de corregir al esposo (sin desconocer que él también habría podido comportarse mejor). La mujer de Napoleón habría debido recordar que las pasiones sexuales del hombre son siete veces mayores que las de la mujer y que por eso es necesario tener comprensión hacia él (sin que esto signifique alcahuetería o aceptar como bueno lo que es malo o como pasable lo que es pecaminoso). Debería haber recordado que al hombre se le gana con el amor, la simpatía y la comprensión y no con el grito, el regaño o los celos. Que cuando más se le desespera en su hogar, más deseos sienten de irse a buscar otros brazos. (Lo terrible es que el pobre marido llegue a su

hogar y se encuentre con una esposa regañona y gritona y vaya donde su amante y la encuentra melosa y cariñosa. Eso es fatal para su hogar). La esposa de Tolstoi tenía seguramente mucho de qué criticarle. ¿Pero, no se hubiera podido hacer esto de una manera tétrica y desesperante? ¿Y acaso es que estaban aguantando hambre? (San Pablo dice: «teniendo con qué comer y con qué vestir, contentémonos con esto». Ellos poseían lo suficiente para subsistir decentemente). La Sagrada Biblia repite: «El rico se muere, y ¿para quiénes será lo que han amontonado?» En eso pensaba Tolstoi. Lástima que su esposa no hubiera pensado así (quizás por no leer más frecuentemente la palabra de Dios). ¡Cuánto más feliz hubiera sido aquel hogar si en vez de andar discutiendo, hubieran logrado resolver sus litigios en santa paz!

El matrimonio Lincoln

Dicen algunos que lo que más hizo sufrir a Lincoln fue su casamiento. Porque cuando Booth le hizo el disparo fatal, Lincoln no sintió nada, pero en cambio sufrió durante 23 años lo que su biógrafo calificó como «la amarga cosecha de una gran infelicidad conyugal». Y no sólo infelicidad conyugal sino casi un infierno de sufrimientos. Durante casi un cuarto de siglo su esposa lo regaño, lo criticó y le amargó la vida hasta más no poder. Para la señora Lincoln, en su marido no había nada de bueno sino que todo era criticable. Que era giboso, demasiado inclinado hacia delante. Que caminaba torpemente. Que levantaba demasiado los pies al andar como indio estrenando zapatos; que en sus movimientos no había ni tris de gracia ni de elegancia. Que no sabía andar sobre los dedos de los pies (ella debería haberse casado más bien con un bailarín de ballet). A la señora Lincoln no le gustaban nada las orejas de su marido. Le decía que las tenía demasiado largas y que sobresalían de su cabeza en ángulo recto (como las de ciertos animalejos). Le criticaba la nariz por demasiado grande y torcida y que el labio inferior le sobresalía demasiado. Le repetía que era flacuchento como un tuberculoso y que sus pies y manos eran casi el doble de lo normal y que su cabeza era desproporcionadamente pequeña, etc. etc. ¿A qué marido le encanta vivir con una mujer que lo analice tan despiadadamente? ¡Cómo es de dañino dedicarse a mirar la basurita en los ojos ajenos sin fijarse en la viga que uno lleva en sus propios ojos! Y no es que el Sr. Lincoln fuera un angelito de Dios. Su mal genio era tremendo (alguien decía que no lo habían bautizado con agua sino con ácido sulfúrico.

Su vozarrón era agudo y fuerte y se escuchaba desde una cuadra de distancia. Sus estallidos de ira eran conocidos por todos lo que vivían por allí cerca y, a veces, no se contentaba con proferir palabras fuertes sino que procedía con obras de violencia. Pero entre el mal genio de la señora Lincoln y el de su esposo había una especialísima diferencia. Él sabía contenerse y moderarse la mayor parte de las veces. Ella en cambio estallaba incontenible en cada ocasión. Recién casados estaban desayunando en un hotel, y de pronto él afirmó algo que a ella le disgustó. ¿Saben qué hizo esa mujer? Arrojó la taza de café caliente en la cara de su esposo. Y esto delante de todos los comensales. Lincoln no dijo nada. Quedó allí sentado, humillado, hasta que la señora del hotel llegó con una toalla y le secó la cara y le limpió la ropa. No seguimos contando «lindezas» porque serían interminables. Aquella señora terminó sus días con una grave enfermedad mental. Por eso

lo más caritativo que podemos afirmar de ella es que desde joven tenía un desequilibrio nervioso que la llevaba a obrar de manera incontrolable.

¿Pero, logró cambiar ella a su esposo con estos ataques de furia, con estas reacciones tan impresionantes y humillantes? Claro que sí lo logró cambiar, pero hacia el mal, no hacia el bien. Lincoln le fue perdiendo cariño y trataba de estar el mayor tiempo alejado de ella. Y suspiraba de tristeza por no haber pensado mejor antes de casarse (nadie puede vivir tranquilo y en paz con una fiera o una serpiente venenosa dentro de su propia casa).

¡Ah, si a esta mujer le hubieran enseñado de pequeña que el arma invencible de la esposa es la ternura, el afecto, la comprensión, el saber demostrar aprecio y cariño a su marido! Ah, sí, esta mujer hubiera asistido a un curso de relaciones humanas como éste, seguramente que la vida de aquel matrimonio hubiera sido mil veces más feliz de lo que fue (que en verdad lo fue muy poco). A cuántas mujeres les sería de enorme provecho estudiar un poco más de relaciones humanas antes de contraer matrimonio. Bendecirían para siempre el haber hecho este estudio. Y su esposo también. Y si él estudia relaciones humanas, la felicidad será doble, y su cariño durará mucho más.

Cuando Lincoln era un joven abogado, los fines de semana, en vez de volver a su casa a descansar, como lo hacían sus demás compañeros, él se quedaba por allá en los pueblos donde estaba trabajando, aunque le tocaba hospedarse en hoteluchos incómodos, pero lo importante para él era poder pasar el día de descanso en paz y sin regaños ni insultos. Y uno se pregunta: ¿No será éste el caso de muchos hogares de la actualidad, en los cuales en vez de darle importancia a lo bueno y amable que tiene el cónyuge, se dedican más bien a criticarse y regañarse?

Analicemos los tres casos que hemos estudiado. El de Napoleón III, el de Tolstoi y el de Lincoln. Han sido tan conocidos internacionalmente por los libros que de ellos se han escrito, que no tenemos peligro de quitar famas ajenas al publicarlos. No insistimos aquí en el mal genio y los malos tratos que provienen del marido, porque la aspereza de los hombres la hemos criticado y rechazamos cualquier forma de violencia. Pero pensémoslo bien: ¿qué obtuvieron las esposas de estos grandes hombres al regañarlos continuamente y vivir echándoles en cara sus debilidades, y humillándolos día a día? ¿Qué de bueno consiguieron? Quizás nada (fuera de la fortaleza y paciencia y premios para el cielo que cada uno de ellos ganó aguantando a semejantes tatacoas). Y al fin y al cabo: ¿qué fue lo que obtuvieron? La tragedia para sus vidas. Destruyeron lo que más querían. En muchos casos lo que hace desesperante la vida del hogar es el hombre con su mal genio. Pero en todo caso a quien le cae el guante que se lo plante. Y si alguno de nosotros tiene algo que corregir en su vida, respecto a la regañadera y criticadera, ojalá que ya, desde hoy, empiece la enmienda.

Una estadística

El Sr. Hamburguer ha pasado la mitad de su vida en el tribunal de anulación de matrimonios. Ha revisado miles de casos de abandono del hogar y ha sacado este dato estadístico impresionante:

que muchísimos de los hombres que abandonan el hogar lo hacen porque su esposa les regaña demasiado.

Cuánto mejor y más provechoso hubiera sido emplear un modo de hablar lleno de bondad y de amabilidad, en vez de vivir criticando y regañando; y haber corregido de tal manera que los demás no se sintieran humillados ni resentidos.

El placer de un psicólogo

Un notable psicólogo de fama internacional decía: «Si de mí dependiera, yo no permitiría que nadie contrajera matrimonio sin hacer antes un Curso de Relaciones Humanas, porque los matrimonios que he visto destruirse no se han acabado por pobreza o enfermedad, sino porque uno de los dos o ambos, no saben emplear debidamente las relaciones humanas».

Capítulo 2

Amar y dejar vivir

De manera que si queremos hacer feliz la vida del hogar: La Regla de oro: No regañar. No regañar nunca jamás.

Inglaterra tuvo un primer ministro que por 25 años ejerció una gran influencia en el país. Se llamaba D’Israeli ( + 1881). Este hombre aguardó para casarse hasta que tuvo 35 años. El decía: «Prefiero cometer cualquier otro error, menos el de no elegir debidamente la persona con la cual voy a vivir en matrimonio». Y supo elegir muy bien. Se consiguió una mujer, Ana María, que era mayor que él, pero que lo supo comprender a la perfección. Ella no era muy hermosa pero sabía ser simpática en el trato, lo cual vale mucho más que la hermosura. No era muy instruida (no sabía quiénes habían existido primero si los persas o los romanos) pero era capaz de comprender las maravillas de su esposo (el cual sí se sabía de memoria la historia universal). Ana María tenía un gusto bastante extravagante para servir, pero era un genio en cuanto a lo más importante para una esposa: el arte de saber tratar bien a su marido. Cuando el ministro volvía a su casa después de haber estado por horas en reuniones sociales donde todo es postizo, diplomático y amanerado, se sentía feliz en su hogar donde todo era natural y lleno de verdadero cariño y estimación. Después de los más acalorados debates en la Cámara, donde D’Israeli tenía que defender como un león embravecido los proyectos del gobierno, llegaba a su casa a contarle todo a su mujer como un niño cuenta a su mamá las aventuras que le sucedieron en la escuela. Ella lo escuchaba entusiasmada y nunca podía creer que su marido pudiera fracasar en la política, porque lo consideraba un verdadero genio para esa actividad tan difícil.

Durante 30 años Ana María vivió para D’Israeli. Solamente para él. Se alegraba de que su primer marido le hubiera dejado una buena herencia, porque así podía proporcionarle mayores comodidades a este esposo y librarlo de angustias económicas. Él en cambio la consideraba una verdadera heroína. Le consiguió de la Reina de Inglaterra un título honorífico, y por imprudente y poco instruida que ella apareciera cuando hablaba en público, jamás a su marido se le ocurrió humillarla con críticas o regaños. Y si alguno se atrevía a burlarse de ella, el hombre salía en su defensa como un tigre agredido. Y Ana María tampoco se cansaba de admirar a su cónyuge y de hablar bien de él ante los demás.

¿Resultado? «Hace treinta años que nos casamos y jamás me aburrí de mi esposa», decía D’Israeli. Sin embargo algunos pensaban que porque ella no era muy instruida ni muy bella ni muy admirable en su vestir, debería ser una esposa aburrida. Y no era así. Ana María declaró también: «Gracias a la buena voluntad de mi marido, mi vida de casada ha sido una larga cadena de felicidad».

Los dos practicaban una muy antigua ley para obtener la felicidad en el hogar: no vivir tratando de que el cónyuge cambie sus modos aceptables de ser feliz, sino tratar de adaptarse a sus gustos personales. Si su modo de ser feliz no choca contra nuestra moralidad, aceptarlo y adaptarse. De modo que si queremos ser felices en el hogar:

La regla de oro: No tratar de quitarle al otro su manera de ser, sino de mejorarla.

Maridos:

Amen a su esposa

Mujeres:

Tengan un gran respeto por su marido

(San Pablo. Efesios)

Capítulo 3
Quien no hace esto, pronto estará buscando el divorcio El Sr. Gladstone

El adversario político de D’Israeli (conservador) era el liberal Gladstone ( + 1898) que fue también primer ministro de Inglaterra y ejerció mucha in-fluencia en su país. Estos dos hombres tenían tremendos choques oratorios en la Cámara, en el Congreso, pero los dos coincidían en un punto feliz: tenían una suprema felicidad en su vida de matrimonio.

Guillermo Gladstone y Catalina, su esposa, vivieron juntos durante 59 años, más de medio siglo de afecto, fidelidad y estimación. Era muy agradable con-templar a este dignísimo jefe del gobierno de la nación, llegar a su casa y bailar con su esposa junto a una chimenea, cantando los dos una de las canciones más populares de su tiempo. Gladstone, formidable enemigo en la oratoria pública, jamás criticaba ni regañaba en su casa. A veces cuando bajaba a la cocina a desayunar y se daba cuenta de que ninguno se había levantado todavía, empezaba a tararear una canción, para que los demás se dieran cuenta de que el hombre más ocupado de Inglaterra estaba aguardando a que le hicieran el desayuno para irse a trabajar. Finísimo diplomático, trataba en su casa a todos como había aprendido a tratar a los embajadores de los grandes países que llegaban a visitarlo. Se abstenía de amargar la vida a los demás en su casa con críticas y regaños. Y no es que no fuera muy cuidadoso en la educación de todos en su hogar. Pero sabía decir las cosas con un aire de bondad y de amabilidad, que las gentes podían repetir de él lo que 15 siglos antes comentaban los cristianos acerca del gran san Cipriano: «Su modo de tratar es tan bondadoso y tan respetuoso, que uno no sabe qué hacer más si venerarlo o amarlo». Catalina la Grande, emperatriz de Rusia, cuando a veces se descuidaban en su casa y le servían una comida mal hecha, la tomaba con calma, y solamente varios días después llamaba la atención delicadamente a quien había tenido ese descuido. Algo parecido a lo que le sucedió al amable Francisco de Sales al cual un día por descuido le sirvieron un huevo podrido. Él lo comió tranquilamente, y cuando llegó el cocinero a pedirle excusas le dijo: «¡Así es mejor: para variar: un día huevos buenos y otro día huevo podrido. Así variamos un poco!».

Una encuesta

En Estados Unidos hicieron una encuesta acerca de la causa por la cual más personas se han divorciado en ese país. Y la causa que mayor número de votos tuvo fue ésta: «Porque me vivían criticando…, porque el cónyuge criticaba demasiado…. porque regañaba exageradamente». No lo olvidemos quien critica y critica está viajando hacia el divorcio.

Declaración de un papá ante el hijo dormido

No hace mucho tiempo apareció un artículo que ha dado la vuelta al mundo, y ha sido publicado en revistas en todos los idiomas y ha sido leído en centenares de radiodifusoras. Es de Livingstone Larnded y dice así:

Declaración ante mi hijo dormido

Escucha hijo, voy a decir esto mientras duerme, suavemente reclinado sobre la almohada. He entrado solo en tu cuarto. Hace unos minutos, mientras leía el periódico en la sala, sentí una ola de remordimiento que me ahogaba. Como culpable he venido junto a tu cama.

Esto es lo que he estado pensando hijo: He sido demasiado gruñón en el trato que le he venido dando. Esta mañana lo regañé porque apenas medio se había echado un poco de agua en la cara al bañarse. Luego lo volví a regañar porque no había lustrado bien los zapatos y enseguida le grité porque había dejado caer algo.

Durante el desayuno lo regañé también porque volcó un vaso y luego le hablé duro porque estaba comiendo demasiado rápido. Enseguida le advertía muy serio que estaba poniendo los codos sobre la mesa. Cuando salió para ir al colegio y yo salí a tomar mi bus para el trabajo, me despidió diciéndome: «Adiós, papi», y yo en vez de contestar amablemente le grité: «Levante esos hombros, no ande tan agachado».

Cuando yo volvía por la tarde de mi trabajo lo vi jugando con otros niños en la calle y con las medias rotas. Lo mandé a la casa pero antes lo humillé delante de sus compañeros diciéndole: «Siga rompiendo medias, que como no le toca comprarlas, no sabe lo costoso que son. Si tuviera que comprarlas sería más cuidadoso». Y pensar hijo, que un papá diga eso, y ¡delante de los demás!

Esta tarde, hijo, cuando yo estaba en la sala leyendo el periódico lo sentí acercárseme con timidez y con mirada de perseguido, como queriéndome decir o pedir algo, levanté la vista encolerizado y le grité: «Y ahora, ¿qué quiere? Y a pesar de todo, esta noche antes de irse a la cama lo sentí acercárseme a pedir mi bendición y a desearme buenas noches. Bueno, hijo, después mientras seguía leyendo el periódico fue cuando me di cuenta de mi mal proceder y me llené de remordimientos. ¿Qué estoy haciendo con esta costumbre de regañar por todo? ¿Es que no sé sino únicamente encontrar defectos para criticar y no encuentro ninguna cualidad para felicitar? No es que yo no lo ame, es que estoy esperando demasiado de alguien que todavía es sólo un niño. Lo mido con la medida de mis años maduros y pretendo que tenga un comportamiento como el mío. ¡Pero en este hijo hay tantas cualidades y tantos buenos comportamientos que yo no he sabido apreciar y valorar! Por eso he llegado ahora, pasito, pasito, hasta cerca de su cama, y aquí de rodillas, estoy pidiendo perdón a Dios por el modo tan exagerado como estoy tratando a mi propio hijo. Quiero pedir a Dios que me perdone todas mis asperezas y brusquedades. Yo sé que si le dijera esto a mi hijo cuando esté despierto, no me lo comprendería. Pero desde mañana quiero ser un buen papá. Quiero ser su amigo y compañero y no un jefe temible. Quiero sufrir cuando lo vea sufrir y reír cuando lo sienta reír. Refrenaré mi lengua para no decirle palabras impacientes o humillantes. Tengo que repetirme muchas veces: «Es todavía un niño, es todavía un niño». No quiero tratarlo como a un hombre ya formado. Quiero comprenderlo como a un niño en formación. Me esmeraré por formarlo lo mejor posible y por corregir sus errores y hacer que obtenga las virtudes y buenas costumbres necesarias, pero siempre con métodos amables y dando tiempo al tiempo para que vaya progresando poco a poco. Reconozco que he pedido más de lo debido. Quise que los frutos de su personalidad maduraran demasiado pronto. Y eso es un error. De hoy en adelante trataré a mi hijo niño, solamente como a un niño porque eso es y nada más.

Rápida manera de hacer feliz a todo el mundo

Dicen los psicólogos que casi todos los hombres cuando buscan esposa no buscan mujeres de negocios sino mujeres que los aprecien y los hagan sentirse superiores y admirados. Sale un hombre a almorzar con una mujer de oficina y ésta, durante el almuerzo, habla de las corrientes modernas de la filosofía (recordando lo que aprendió en clase) hasta insiste en pagar ella la cuenta. En adelante esta mujer almorzará sola.

En cambio sale a almorzar con la mecanógrafa que no hizo ningún estudio especial, y ésta mientras, sir-ven el almuerzo fija en él su mirada incandescente y le dice: «Hábleme un poco más de su vida» resultado. El hombre no tardará en pensar que, aunque no sea una belleza, esa mujer es la más conversadora que ha conocido en su vida.

Los hombres deberían esmerarse un poco más en tratar de apreciar los esfuerzos que hace la mujer por embellecerse y vestir bien. Todos los hombres olvidan esto, si es que alguna vez lo han sabido. No saben cuán profundamente interesan los vestidos a las mujeres. Por ejemplo, si un hombre y una mujer se encuentran por la calle con otro hombre y otra mujer, la mujer mira muy poco al hombre. Lo que le interesa es saber cómo viste la otra mujer. Mi abuela murió cuando tenía 98 años. Poco antes de su fallecimiento le mostramos una fotografía suya tomada 50 años antes. Sus pobres ojos no distinguían muy bien las cosas y lo único que preguntó fue: «¿Y qué vestido tenía yo puesto ese día?». Pensemos en esto: una anciana, en sus últimos días, ya casi con un siglo de edad, perdida la memoria hasta el punto de que ya no reconocía a sus mismas hijas, pero lo que le interesaba era qué vestido tenía ella 50 años antes. Yo estaba junto a su cama cuando hizo la pregunta y me causó una impresión que jamás se me borrará. A los hombres no nos interesa recordar qué camisa usamos hace un año o hace diez años. Pero a las mujeres sí les interesa muchísimo su modo de vestir. Y esto es bueno que lo tengamos en cuenta.

En Francia, en clase de urbanidad se les repite a los jóvenes varones: «Expresen su admiración por los vestidos y los adornos de las mujeres». Y por algo será que se les recomienda esto a los 60 millones de franceses. ¿Y en la comida? Una sirvienta decía: «Cuando la comida está sabrosa, ni uno solo se acerca para felicitarnos por lo agradable que está. Pero cuando la comida está defectuosa, todos pasan en procesión a regañarnos».

En la antigua Rusia, cuando se servía un gran banquete, era de obligatoria ceremonia, que al final de la comida apareciera en el salón comedor todo el personal de la cocina para que todos los comensales les ofrecieran un gran aplauso de agradecimiento y felicitación.

¿Por qué no hacer algo parecido de vez en cuando con las personas que nos preparan los alimentos, o nos prestan otros servicios domésticos? Aquí sí que convendría repetir el consejo bíblico: «Sean agradecidos».

A un autor de cine le preguntaron cómo podía explicar que su esposa siendo también artista cinematográfica no se hubiera divorciado de él como lo hacen la mayor parte de las artistas, y respondió:

Es que a ella, le agradan tanto los aplausos en sus actuaciones en el cine, que yo también le doy mis aplausos en la vida hogareña, felicitándola y agradeciéndole por todos los detalles y cuidados que tiene con nosotros sus familiares. Si una mujer ha de encontrar felicidad en su marido, debe encontrarla en la forma en que él le demuestra su aprecio, admiración y agradecimiento. Y al felicitarla con verdadera gratitud, encuentra también el marido mismo su propia felicidad.

De manera que si queremos hacer verdaderamente feliz la vida del hogar:
La Regla de oro:
Demostremos que apreciamos honradamente las buenas cualidades de la otra persona.

Capítulo 4

Darle importancia a las pequeñeces

Aquel marido le regaló a su esposa un cheque por $100.000 en el día de su cumpleaños, y ella se echó a llorar. Es que lo que deseaba recibir en ese día era un ramo de flores. Las flores no cuestan mucho y frecuentemente las podemos comprar en la calle. Pero si vamos a averiguar qué tantas veces le lleva flores como regalo a su mujer, podríamos imaginar que seguramente son más que algún producto importado del Polo Norte.

¿Por qué aguardar a llevarle flores a la esposa, a que ella esté enferma en una clínica u hospital? ¿Por qué no llevárselas esta misma semana? A la gente le gusta hacer experimentos. ¿Por qué no hacer la prueba con este regalo a ver qué sucede? Un notable político llamaba por teléfono todos los días a su mamá. Y no tenía nada especial que contarle, pero esa llamada era una señal de su cariño, y la buena anciana la agradecía con toda su alma. Las mujeres le dan gran importancia a los cumpleaños y aniversarios. ¿Por qué lo hacen? Eso es un misterio de la psicología femenina. El hombre común puede pasar sin recordar muchas fechas y muchos aniversarios, pero hay algunas que no tienen ningún derecho a dejarlas pasar sin recordarlas. Por ejemplo: el cumpleaños de su esposa, y el aniversario de su matrimonio. (Aquel hombre regañó muy amargamente a su mujer. Ella suspirando de tristeza le dijo: «¡Lo que más siento es que este regaño me lo haya dado precisamente en el día de mi cumpleaños!» El otro se avergonzó y se dijo a sí mismo: «Eso me pasa por no recordar el cumpleaños de mi mujer»). Es necesario tener anotados estos cumpleaños y aniversarios en una agenda, para no olvidarlos, porque ese olvido es muy triste.

Lo que dijo un juez

Uno de los encargados de evaluar las causas de separación matrimonial en un Tribunal, el Dr. José Sabas, escribió: «En casi todos los casos en que se pide la separación se pone como causa el que en

el hogar no se tiene en cuenta los pequeños detalles, que pueden hacer feliz o infeliz la vida matrimonial. Muchas separaciones podrían evitarse con sólo darle importancia a pequeñeces como el saludarse o despedirse con cariño, el dar gracias a tiempo, el felicitar, el pedir excusas, el saber callar pequeñas cosas que no gustan, y el ser generoso en obsequiar pequeños regalos.

El cultísimo presidente Guillermo Valencia era tan generoso en pequeños detalles con su esposa inválida en una silla de ruedas, que ella le escribió a un familiar suyo: «Me trata como si yo fuera una especie de ángel».

Pero lo contrario, el olvidar los detalles de cariño, eso sí puede matar el amor. Una poetisa exclamaba:

«No es que se haya ido el amor, lo que más me duele. Lo que siento es que se haya ido tan poquito a poco».

Recordemos alguna vez estos versos tan evidentes. ¿Cuántos son los matrimonios que se han destruido porque ha sucedido una gran tragedia? Quizás no son tantos.

Pero en cambio cuántos matrimonios se han acabado porque el amor se fue apagando poquito a poco por falta de echarle ese combustible que son los pequeños detalles de aprecio y cariño.

Una noticia para recordar

Hay un escrito que deberíamos tener pegado en el espejo o llevarlo en una libreta para leerlo de vez en cuando. Dice así:

«Sólo una vez pasaré por aquí, por este día de hoy. Por lo tanto, todo el bien que hoy pueda hacer, toda la bondad que pueda demostrar a un ser humano, debo hacerlo hoy, ahora mismo. No debo dejarlo para más tarde ni descuidarlo, porque ya nunca más pasaré por aquí, por este día de hoy». Y tengo que cumplir el consejo del sabio Rey Salomón: «No negar un favor a quien lo necesita, si en mi mano está el poder hacerlo». De modo que si queremos hacer feliz la vida en el hogar:

La Regla de oro: Tener pequeñas atenciones.

El valor de una sonrisa

No cuesta mucho… pero hace ganar mucho.
Enriquece a quienes la reciben sin empobrecer a quienes la dan.
Se produce en pocos momentos y su recuerdo puede durar por mucho tiempo.

Nadie es tan rico que pueda pasarse sin ella, y nadie es tan pobre que no pueda alegrar con ella a los demás.

Aumenta la felicidad en el hogar; consigue la buena voluntad de los negocios y es el saludo y el distintivo de los amigos.

Es descanso para los fatigados, ánimo para los decepcionados, alegría para los tristes, y hasta puede alejar preocupaciones.

Pero no puede ser comprada ni vendida, ni sirve si es postiza, porque es algo que no vale si no se produce espontáneamente.

Si por el cansancio, los empleados que atienden no son capaces ya de brindarle una sonrisa, no deje en cambio de obsequiarles una sonrisa suya.

Porque nadie necesita tanto una sonrisa como quien no tiene ninguna para dar. Quien desea agradar más a los demás que sonría un poco más.

A nadie le gusta recibir órdenes: pero con gusto se presta un servicio, a quien bondadosamente lo pide.

Capítulo 5

Si queremos ser felices no descuidemos esto

Dos hermanos: Heliodoro y Luis Antonio, se casaron. El primero con una muchacha de la ciudad, ágil para bailar y bonita, pero dura en su modo de tratarlo a él. En cambio Luis Antonio se casó con una sencilla campesina, tímida, no tan bella como la otra, pero sumamente educada en el trato con el esposo. Heliodoro decía burlonamente: «Mi hermano Luis no será capaz de hacer que su mujer pase la quebrada de su vereda para llegar a la ciudad». Y Luis respondió: «No importa que mi mujer no sea capaz de pasar la quebrada para ir al pueblo. Lo que me interesa es que me sabe tratar con la más exquisita gentileza y amabilidad». Pasados quince años, Heliodoro estaba separado de su linda y bailarina mujer «regañona», y Luis Antonio pasó todo resto de su vida sintiéndose verdaderamente feliz junto a su amable esposa. Este caso lo presenciaron mis ojos y a muchos de mis amigos les consta que sí es verdad. Lo que influyó en los dos matrimonios fue el modo que la esposa empleó en tratar a su marido. La una, dura y áspera, acabó así con el matrimonio. La otra, amable y bien educada, conservó siempre el amor de su marido.

Como con los de afuera

Un consejero matrimonial repetía esta sencilla recomendación: «Traten a su cónyuge con el mismo respeto y la misma diplomacia con que tratan a la gente de afuera». En el matrimonio es de extrema importancia la cortesía y la buena educación en el trato entre los dos. Hay que emplear dentro del hogar la misma cortesía que se emplea fuera de casa. Que no nos suceda lo que lamenta el Libro de los Proverbios: «Hay gente que fuera de su casa es toda amabilidad y buena educación, y de puertas para adentro es toda amargura y aspereza». A nadie le agradan las lenguas regañonas. La grosería, la falta de amabilidad es como el cáncer que va corroyendo la paz del hogar. De alguien muy instruido pero muy áspero, decía su esposa: «En el colegio lo hicieron bachiller, pero se les olvidó hacerlo caballero». ¡Qué lástima! Y lo malo es que somos mucho menos corteses y bien educados con la gente que está dentro del hogar, que con los extraños que encontramos fuera.

Casos prácticos

No se me ocurriría interrumpir a un extraño para decirle: «¿Otra vez va a repetir el cuento que siempre ha contado?». Ni pensaríamos en abrir la correspondencia de los amigos, sin su permiso, o de andar insultando a los extraños por pequeños defectos. Pero ¿en casa sí lo hacemos?

Es asombroso, pero decía una señora: «Las únicas personas que me dicen cosas insultantes y ofensivas, son las que viven conmigo en mi casa». Un profesor de sicología matrimonial recomendaba: «Aunque la cerca del jardín del otro esté rota caída, fijémonos más bien en lo bonito que están las flores de su jardín».

Las penas por dentro

A Oliverio Holmes, muy conocido por sus charlas en favor del matrimonio, le preguntaron que hacía él cuando estaba deprimido y de mal genio, y respondió: «Yo trato de ocultar mi triste estado de ánimo a toda mi familia y de aparecer contento y de buen humor. Ya tengo bastante con tener que soportarme a mí mismo, para que también los demás tengan que soportarme (que es lo que Santa Teresa recomendaba: «Las penas por dentro, y por fuera una muralla de sonrisas».

Pero, ¿qué es lo que hacemos la mayoría de los mortales? Desfogar nuestro mal genio contra los que viven en nuestra casa. ¿Que las cosas van mal en los negocios? ¿Que el viaje fue duro y cansón? Pues los que lo pagan son los de la familia. ¿Qué se siente un fuerte dolor de cabeza? ¡Pues a desquitarse con los del propio hogar! (Qué distinto el caso de aquel gran educador del cual decían algunas veces los que vivían con él: «Hoy debe haber tenido una pena o una contrariedad muy grande, porque se muestra más alegre y amable que los demás días. Es su modo de no amargar la vida de los demás con las amarguras propias»). El psicólogo William james escribió un libro titulado la Ceguera del ser humano, en el cual trata de probar que todos nosotros sufrimos

de una ceguera espiritual que consiste en que no nos damos cuenta de los sentimientos de los demás y de cuánto hacemos sufrir a los otros por nuestra falta de delicadeza en el trato. Muchas personas que no pensarían ni siquiera en hablar con brusquedad a un cliente o a un compañero de trabajo, suelen gritar a su cónyuge y, sin embargo, para la felicidad personal, el matrimonio es mucho más importante, mucho más vital que los negocios. Quien tiene felicidad en su matrimonio, es mucho más feliz que los que poseen grandes riquezas pero sin alegría en el hogar. Un gran capitalista exclamaba: «Daría muchos de mis millones por tener en mi hogar una esposa amable y cariñosa que le importara si yo llego tarde a comer, o si no me siento bien de salud». Con esto se cumple lo que dicen los Proverbios: «Mayor felicidad goza el pobre que tiene un hogar donde hay amor y paz, que el rico que tiene que vivir con una esposa gruñona y buscapleitos». En muchos negocios se fracasa en la vida. Pero en el negocio que menos conviene fracasar es en el matrimonio. Cuántas mujeres no podrán comprender jamás por qué su esposo no hace los mismos esfuerzos por lograr éxito en su vida matrimonial en el hogar, que por conseguir el triunfo en su negocio o en su profesión. Tener una esposa feliz y un hogar pacífico y contento significa para un hombre más que ganar millones. Pero, ¿cuántos son los que piensan seriamente en eso? ¿Cuántas parejas hacen un esfuerzo honrado y constante por lograr que su matrimonio tenga buen éxito? ¡Ojalá fueran más! ¡Ojalá lo fueran todas! No se puede dejar en manos de la casualidad el matrimonio, que es lo más importante de la vida, y exponerse a perderlo como quien pierde en un juego de dados. ¡Cómo se ganaría en felicidad si cada cónyuge tratara al otro con amor, diplomacia y delicadeza! ¿Cómo obrarían ciertos maridos si su esposa por cada vez que él la trata con delicadeza y sin brusquedad, le echara en el bolsillo un fajo de billetes? ¿Cómo sería entonces el trato que le darían a su mujer? Pues con seguridad que por cada vez que alguien es amable en tratar a su cónyuge está consiguiendo un premio, si no de la gente, sí de Dios que sabe pagar muy bien.

La experiencia enseña que muchas veces se logra conseguir con la amabilidad y las buenas maneras lo que no se logra con peleas y discusiones. Que con una felicitación se anima más a obrar el bien que con mil regaños. Insistiéndole a la esposa en que ese vestido que se compró el año pasado le queda muy bien, se puede ahorrar el dinero que ella se iba a gastar en el que ofrecen de la última moda. Muchos esposos saben por amarga experiencia que el precio que tienen que pagar por andar peleando con su mujer es tener que comer malas comidas y tener que gastar montones de dinero en joyas y regalos para pagar sus peleas, cuando mucho de esto se habría podido ahorrar tratándola con verdadero cariño y demostrándole más frecuentemente su aprecio y admiración.

Una página famosa

San Pablo escribió una de las páginas más impresionantes que se han compuesto acerca del verdadero amor. Está en el capítulo 13 de la primera carta a los Corintios. Ese capítulo ha sido la delicia de los estudiosos por 20 siglos. Allí dice: «El verdadero amor es bondadoso y es comprensivo. El verdadero amor no es maleducado ni grosero; no vive enojándose ni guarda

rencor. Quien tiene verdadero amor lo sufre todo con paciencia y lo soporta todo con amabilidad…»

Qué bueno sería que los esposos (y también los solteros) examinaran de vez en cuando su conciencia para ver si el amor que tienen es así como el que recomienda San Pablo, o si será necesario hacer algunas enmiendas al respecto en su propia vida. Cuanto más perfeccionemos nuestro amor hacia los demás, mayor será nuestra felicidad y también la de ellos. De manera que si queremos hacer felices a los demás:

Capítulo 7
En pocas palabras:

La Regla de oro: Ser corteses y bien educados con todos.

NO CRITIQUE A SU HERMANO HASTA NO HABER ESTADO CAMINANDO DOS HORAS CON SUS ZAPATOS

  1. No regañar. No regañar nunca jamás.
  2. No tratar de quitarle al otro su manera de ser, sino de mejorarla.
  3. No criticar.
  4. Demostrar que apreciamos honradamente las buenas cualidades de la otra persona.
  5. Tener pequeñas atenciones.
  6. Ser cortés y bien educado.
  7. Jamás ser maleducados ni groseros con nadie.La regla de oro:
    El amor de caridad cubre y perdona multitud de pecados (1 Pedro 4,8).

Si yo cambiara

Si yo cambiara mi manera de pensar hacia los otros, me sentiría sereno. Si yo cambiara mi manera de actuar ante los demás, los haría felices.

Si yo aceptara a todos como son, sufriría menos.

Si yo me aceptara tal como soy, quitándome mis defectos, cuanto mejoraría mi hogar, mi ambiente.

Si yo comprendiera plenamente mis errores, sería humilde. Si yo deseara el bienestar de los demás, sería feliz.

Si yo encontrara lo positivo en todo, la vida seria digna de ser vivida. Si yo amara el mundo… lo cambiaría. Si yo me diera cuenta que al lastimar, el primer lastimado ¡soy yo!

Si yo criticara menos y amara más…
SI YO CAMBIARA… CAMBIARÍA EL MUNDO

Índice
Siete reglas para hacer más feliz la vida en su hogar

Plegaria
1. Cómo cavarse una tumba matrimonial en la forma más rápida posible
Napoleón y Eugenia
Los esposos Tolstoi
El matrimonio Lincoln
Una estadística
El placer de un psicólogo
La Regla es: No regañar. No regañar nunca jamás.
2. Amar y dejar vivir
La Regla es: No tratar de quitarle al otro su manera de ser, sino de mejorarla.
3. Quien no hace esto, pronto estará buscando el divorcio
El Sr. Gladstone
Una encuesta
Declaración de un papá ante el hijo dormido. Declaración ante mi hijo dormido
La Regla es: No criticar.
4. Rápida manera de hacer feliz a todo el mundo
La Regla es: Demostrar que apreciamos honradamente las buenas cualidades de la otra persona. 5. Darle importancia a las pequeñeces
Lo que dijo un juez
Una noticia para recordar
La Regla es: Tener pequeñas atenciones.
6. Si queremos ser felices no descuidemos esto
Como con los de afuera
Casos prácticos

Las penas por dentro
Una página famosa
La Regla es: Ser cortés y bien educado.
7. En pocas palabras
La Regla es: Jamás ser maleducados ni groseros con nadie.