Qué es el amor humano

¿QUÉ ES EL AMOR HUMANO?

El amor es un modo de compartir la propia persona con el medio que nos rodea. Al ser una palabra tan utilizada su definición resulta difícil y, en ocasiones, equívoca. Siguiendo a García Cuadrado, amar es “una acto de la voluntad por el cual la persona tiende a la posesión de un bien. Ese bien querido puede ser querido como un bien en sí mismo o sólo en cuanto medio para conseguir un bien posterior”. Sigue García Cuadrado exponiendo que a diferencia del interés, el amor se aplica voluntariamente a algo por lo que es en sí mismo. Es desinteresado, digno y verdadero, porque el amor se dirige a alguien personal. Continúa explicando que existe conciencia del amor cuando hay “alteridad: siempre que queremos, queremos a alguien, y queremos el bien para ella. Pero también experimentamos, en segundo lugar, nuestro propio bien o felicidad al amar a esa persona”[1].

 

Según a quién dirigimos ese amor personal como acto de la voluntad que afecta a la persona entera y busca el bien del ser querido, podemos distinguir tres grandes niveles: el amor natural o amor familiar, la amistad y el amor conyugal. A este último es al que vamos a dirigir en este trabajo nuestra atención.

 

 

Querer el bien para el otro.

 

La raíz del amor es un acto de la voluntad. No es un mero sentimiento, aunque básicamente actuamos, sobre todo en los inicios de la relación amorosa, basándonos en el campo sentimental, y también en ciertas percepciones exclusivamente sensibles.

 

Pero el amor implica una reflexividad de la voluntad: un querer querer en el que cabe la reduplicación hasta alcanzar el objeto amoroso: querer querer querer todas las veces que sea necesario. Este concepto no debe ser confundido con el simple voluntarismo, puesto que entra en juego la libertad del individuo de elegir el bien para la persona a la que amamos. En todo este juego hay otro elemento que debemos considerar: el conocimiento de ese bien que elegimos para el otro. Por tanto, en el amor humano hay tres coordenadas que deben confluir en un punto de partida positivo:

 

  • La voluntad de querer el bien para el otro.
  • El conocimiento de ese bien.
  • La libertad para elegirlo.

 

Corroborar en el ser.

 

En el epígrafe anterior hemos explicado que el amor es buscar el bien ara el ser querido. Ese bien que conocemos y libremente queremos para el otro implica el deseo de que esa persona exista y alcance su total plenitud y su perfección. Lo que afirmamos tiene una implicación muy clara: el amor personal busca al ser querido como alguien real, y desea confirmarlo en su ser. Se ama a la persona desde y en el propio ser. Esta última aseveración necesita ser explicada con un tinte ciertamente metafísico. Soy yo el que busca la perfección del amado y su realización como persona, pero desde mi propia esencia. Esto implica que para amar soy plenamente consciente de las cualidades y características que me definen; de mis defectos y virtudes, de mi capacidad y mis proyectos. La percepción real de mi ser conlleva la proyección del bien para el otro. En la medida en que soy capaz de crecer en mis potencialidades positivas seré capaz de comunicar un bien mayor para la persona amada.

 

Ortega afirmaba que amar a una persona es estar empeñado en que exista. El hombre o la mujer que tiene la dicha de encontrar a su media naranja puede llegar a alcanzar la máxima realización a la que podemos aspirar. El mundo se convierte en algo maravilloso que pierde su sentido cuando la persona amada no está a nuestro lado. El amor personal convierte en imprescindible al otro, y hace reales expresiones como la vida no tiene sentido sin ti, no me importa nada si no estás tú, etc. Se establece un lazo de dependencia entre amante y amado, lo cual no supone una pérdida de autonomía, y mucho menos de libertad. Esa ligazón nos hace mejores, más completos y profundamente humanos. La realidad se torna verdadera, bella y extremadamente buena.

 

Nos situamos entonces en un entorno maravilloso, una pendiente inclinada que favorece la mejora de la persona amada y, en consecuencia, la nuestra. El paso de los años hace madurar el amor y si nuestras actitudes y comportamientos son correctos lucharemos incluso por mejorar los posibles defectos de la persona amada.

 

Cuando hemos establecido una relación amorosa firme y duradera la ausencia de la persona querida temporalmente o de forma definitiva –la muerte- hace que la existencia pierda su sentido. Se rompe el equilibrio amoroso que implica un afán de eternidad. Si antes hemos dicho que se ama a la persona desde y en el propio ser, la muerte del amado provoca un quiebro en nuestra persona. Bajo la óptica de la fe, la persona amada es un don y un reflejo de Dios. Sin embargo, en el momento de la muerte, es necesario un esfuerzo para superar el vacío que supone la ausencia de la persona amada. Como decía Santo Tomás, “naturaliter horribilis humanae naturae”[2]. La muerte resulta “naturalmente horrible a la naturaleza humana”.

 

El amor humano lleva consigo un afán de plenitud y de eternidad. Esta afirmación implica la naturaleza indisoluble del amor conyugal. El verdadero amor humano pide a gritos la eternidad: te querré para siempre. El amor que nace con un proyecto de temporalidad no es amor verdadero, sino un remedo del amor que participa del Amor divino.

Deseos de plenitud

 

Hemos mencionado anteriormente que el amor conlleva la exigencia de que el ser amado exista. Ahora subimos un peldaño más: el amor exige que el amado sea; y además, que sea bueno. Ese querer-que-sea es completado por un querer-que-mejore. El amor humano procura siempre que la persona amada consiga la perfección total a la que está llamada, siempre y cuando el individuo no muestre resistencia. En el plano educativo esta oposición a la plenitud del ser personal puede provocar dificultades para el educador; pero cuando el amor es verdadero –refiriéndonos en este caso a la relación padre-hijo, o en otro nivel, profesor-alumno- toda dificultad está llamada a ser superada. Si esto no llegara a ser así, el empeño del educador debe ser cada vez más intenso y profundo, sin esperar a corto plazo una respuesta positiva por parte del hijo-alumno.

 

De cualquier forma, el amor engendra un compromiso que nos abre los ojos del espíritu ante la belleza interior que guarda cada individuo. Únicamente el amor es capaz de llevarnos a descubrir las virtudes y los defectos superables que encierra cada corazón. El amor no es ciego; más bien todo lo contrario. Proyecta una luz intensa sobre el individuo que contemplamos. El enamoramiento es un ejercicio comparable a la restauración de un cuadro: el restaurador, con enorme respeto, va aplicando los aceites y los disolventes que necesita para sacar a la luz la belleza oculta bajo la suciedad acumulada por el paso de los años. Cuando amamos todo juicio que podamos hacer parece quedar en suspenso; es más: se nos antoja imprudente y temerario. Por ello, opinamos que juzgar a una persona por quien no sentimos amor es algo para lo que no estamos capacitados ni aún poseyendo el suficiente conocimiento y la adecuada formación.

 

El hecho de evitar la valoración de las conductas ajenas no implica la ausencia de las correcciones oportunas que conducen al ser amado a la perfección para la que ha sido llamado. Como ya hemos dicho anteriormente, el amor verdadero exige la plenitud del otro en cuanto otro; es decir, la potencialidad que cada uno llevamos en nuestro interior está llamada a cumplirse en cuanto a la verdad, el bien y la belleza. Te amo, y por ello quiero que seas verdadero, bueno, y bello. Creemos que la exigencia de la entrega conlleva un cierto viaje de vuelta: el buscar la perfección del otro lleva aparejada la propia perfección.

 

Aunque en la segunda parte de este trabajo nos centraremos únicamente en el amor conyugal, es necesario hacer mención ahora a la especificidad de la entrega entre los esposos. El amor de benevolencia –la amistad- no conlleva una donación corporal. En el caso del amor conyugal hago entrega de toda la complejidad de mi ser: espíritu y cuerpo. La fuerza de la entrega en el ámbito de la conyugalidad implica el descubrimiento de un amor que es principio y fin de nuestra propia persona. La elección de ese amor es libre, y por ello gratuita. No tiene precio lo que entregamos, aunque su valor es infinito. Nos equivocaríamos al pensar que el ser amado nos debe algo a cambio de aquello que le hemos entregado: nuestra propia vida.

 

Concluimos nuestras reflexiones acerca del amor humano con el comentario a unas palabras de Niemeyer: “el amor engendra amor, e incluso la naturaleza ruda no siempre alcanza a resistir su fuerza. Si muchísimos hombres hubieran hallado más amor en su infancia y en su juventud, se hubieran humanizado en mayor grado”. El amor entre personas provoca en los individuos una expansión de sus categorías esenciales. Si hemos dicho en repetidas ocasiones que el amor lleva a la perfección al ser amado, parece lógico pensar que Niemeyer acierta plenamente al afirmar el poder humanizador del amor. Esto no ocurre cuando amamos cosas o animales, puesto que semejantes objetos de nuestro amor no pueden correspondernos al mismo nivel del que parte ese amor humano. El ejercicio de la voluntad en el hombre es infinitamente superior a cualquier individuo del reino animal. Cuando amamos, el sentimiento pudiera no ser recíproco, pero en cualquier caso la persona de la que parte el sentimiento amoroso se siente elevada por la donación y la entrega de su ser. Consecuentemente, la plenitud amorosa, tanto en el amor de amistad como en el amor conyugal, concluye en una mayor perfección humana. Si somos capaces de transmitir en la infancia y en la adolescencia los valores que conlleva el amor, en la edad adulta el hombre habrá conseguido ampliar el abanico de virtudes y bondades que le han sido inculcados durante los primeros años de su vida. El amor engendra amor y el odio violencia. Ese “llegar a ser lo que somos” se relaciona directamente con el amor que damos a nuestros hijos, a nuestros alumnos, a nuestros amigos. La plenitud en el ser se magnifica de forma directamente proporcional a la intensificación del seguimiento amoroso. Si fuéramos capaces de medir realmente en esta sociedad en la que nos ha tocado vivir el verdadero alcance del amor, haríamos un intenso despliegue de todo lo que este profundo sentimiento conlleva: dar sin pedir nada a cambio, buscar la perfección de los otros precisamente porque existen porque son. El hijo, el esposo o la esposa, el amigo, el compañero de trabajo, el vecino, o cualquiera que nos crucemos por la calle, reclama de cada uno de nosotros la capacidad de amar que nos ha sido otorgada por el Creador de manera gratuita. Y lo que gratis se recibe, gratis se entrega.

Isabel Rincón García

Orientadora Familiar

Colaboradora del COF Virgen de Olaz

[1] GARCÍA CUADRADO, José Ángel: Antropología filosófica. EUNSA. Pamplona. 2003

[2] En MELENDO, Tomás. El verdadero rostro del amor. EIUNSA, Madrid, 2006