El problema de la codependencia

Autor: . | Fuente: Vida Humana.org

El problema de la codependencia

La codependencia es una condición específica que se caracteriza por una preocupación y una dependencia excesivas, de una persona, lugar u objeto

La codependencia puede ser definida como una enfermedad, cuya característica principal es la falta de identidad propia. El codependiente pierde la conexión con lo que siente, necesita y desea. Si es dulce y agradable aunque no lo sienta, es porque busca aceptación. Cree que su valor como persona depende de la opinión de los demás. Da más importancia a los demás que a sí mismo. Se crea un yo falso, pues en realidad no está consciente de quién es y está tan desconectado de sus propios sentimientos, que asume la responsabilidad por las acciones de los demás. Se avergüenza por lo que hacen otras personas y toma las cosas de

una manera personal. Invierte una enorme cantidad de energías en mantener una imagen o un estatus para impresionar porque su autoestima es muy baja, ya que depende del valor que los demás le otorgan.

Breves definiciones de la codependencia

La codependencia se origina en las familias disfuncionales y convierte a los miembros de esas familias en personas hiper-vigilantes. Al estar el ambiente familiar tan lleno de estrés debido a la violencia, la adicción al alcohol o a las drogas, las enfermedades emocionales de sus miembros etc; la persona codependiente enfoca su atención hacia su entorno para defenderse de algún peligro real o imaginario. El estado de alerta es una defensa de nuestros cuerpos, algo temporal que nos ayuda a defendernos en momentos de peligro. Pero cuando ese estado se vuelve crónico, la persona pierde el contacto con sus reacciones internas, ya que todo el tiempo su atencion está afuera de sí misma.

Los niños necesitan seguridad y tener modelos saludables para imitar, para poder entender sus propias sensaciones internas. También necesitan aprender a separar los sentimientos de los pensamientos y a generar autoestima ellos mismos desde su interior. Si el niño pierde el contacto con sus sentimientos, tratará de llenar sus necesidades con estímulos externos y se convertirá en un adulto codependiente.

Nota: Basado en informacion tomada del libro «Homecoming» de John Bradshaw.

Todo tipo de pseudo-amor es destructivo; uno de ellos es la codependencia.

Cuando una persona vive su vida a través de los demás y a costa de sus legítimas necesidades, va más allá de lo que exige el verdadero amor. Se quema hasta el punto de no quedar ya nada de ella.

Parece un noble empeño ayudar a otras personas que se están autodestruyendo, como en el caso de las esposas o novias de los alcohólicos o adictos a la droga, al juego o al sexo. Sin embargo,

olvidamos ayudar a los codependientes.

Todo amor que no produce paz, sino angustia o culpa, está contaminado de codependencia. Ese tipo de amor patológico, de obsesión, es sumamente destructivo. Al no producir paz interior ni crecimiento espiritual, no lleva a la felicidad.

La codependencia crea amargura, angustia, enojo y culpabilidad irracional. El fruto del amor debe ser la paz y la alegría. Si no es así, algo anda mal. Somos imagen y templo de Dios. No debemos albergar en nuestro corazón ni angustia ni ninguna otra emoción dañina.

La codependencia nace de un hambre malsana de amor, quizás provocada por un ambiente familiar en que uno no se sentía amado. Se puede tener un hambre tan desordenada de amor, que nos impida dejar una relación humana negativa.

El dolor en la codependencia es mayor que el amor que se recibe. Hay que tratar de mantener una relación sólo hasta donde debamos y podamos. Debemos procurar mantenernos en la línea del quinto mandamiento de la Ley de Dios. Si una relación humana resulta perjudicial para la salud física, moral o espiritual, hay que cortar. La misma Iglesia Católica permite la separación de los casados cuando la vida en común se hace intolerable.

Una de las características de la persona codependiente es que no confía en la otra persona a la que trata de influir. Esto lo demuestra persiguiéndola, tratando de controlarla, diciéndole lo que tiene que hacer, etc.

La sobreprotección, signo de codependencia, a veces nace de la situación de una madre que ha perdido a su esposo. Hay madres que usan a sus hijos para llenar un vacío.

El codependiente no sabe quién es, lo que siente, cuáles son sus necesidades; vive como un ser vacío.

El verdadero amor promueve el crecimiento mutuo. El fin de todo ser humano no es complacer siempre a otro o ser lo que el otro espera de uno, sino ser el reflejo de Dios para los demás: lo que Dios le creó para ser.

La codependencia aparenta ser amor, pero es egoísmo, mutua destrucción, miedo, control, relación condicionada: «Te amo si cambias»; «Si no haces lo que digo, te recrimino, te persigo, me siento tu víctima.» En la codependencia hay una gran cantidad de manipulación. Es una relación descontrolada: hagamos todo lo que sea para que esa persona se acomode a mí.

En momentos de frustración, la codependencia es abusiva o de tremenda tolerancia del abuso. La persona codependiente permite tanto que no reconoce el abuso cuando lo sufre. Ha llegado a tener una autoestima tan baja, que ya no se da cuenta de que están abusando de ella.

El codependiente necesita dar continuamente para no sufrir culpabilidad, ansiedad, enojo, miedo, etc. Necesita dar, sentirse necesario para tener autoestima. Está dominado por sentimientos enfermizos y no por la razón.

El amor humano debe ajustarse a la razón. Los codependientes se dejan llevar solamente por sus sentimientos. Su autoestima depende del comportamiento o reacción de los demás.

El codependiente debe recibir ayuda profesional y espiritual. Debe amarse ordenadamente a sí mismo, atendiendo a sus necesidades básicas.

Nota: Estos apuntes son de la charla de la Dra. Doris Amaya, psicóloga en la práctica privada en Miami y experta en adicciones y codependencia. Dicha charla fue dada durante un retiro de la

Arquidiócesis de Miami, que tuvo lugar en dicha ciudad febrero ll de l996.

«La codependencia es una condición específica que se caracteriza por una preocupación y una dependencia excesivas (emocional, social y a veces física), de una persona, lugar u objeto. Eventualmente el depender tanto de otra persona se convierte en una condición patológica que afecta al codependiente en sus relaciones con todas las demás personas.

«El codependiente tiene su propio estilo de vida y su modo de relacionarse con los demás debido a su baja autoestima. Se enfoca siempre en los demás y no en sí mismo. La persona codependiente no sabe divertirse porque toma la vida demasiado en serio. Se le dificulta llegar

a tener intimidad con otras personas porque teme ser herida por ellas. Necesita desesperadamente la aprobación de los demás y por ello busca complacer a todo el mundo. Siente ansiedad cuando tiene que tomar decisiones porque teme equivocarse. Niega sus propios sentimientos.»

El don de la maternidad

El don de la maternidad

Por Sara Martín e Isabel Molina E. JANNE HAALAND Matláry, ex ministra de Asuntos Exteriores de Noruega, cuenta en su libro El tiempo

de las mujeres: Notas para un nuevo feminismo, que durante muchos años fue una mujer dedicada a su actividad profesional y consideraba su

trabajo como lo primero de todo.
Sin embargo, cuando tuvo a sus
hijos se dio cuenta de que es en la
maternidad donde radica la esencia
de lo femenino en su sen tido más profundo.
“La maternidad no es sim plemente una función auxiliar de la paternidad sino algo diferente”, escribe en su libro. “[Después de ser madre] no he

madre

perdido interés por mi trabajo profesional, pero
me he dado cuenta de que la maternidad es mucho
más importante que cualquier otro trabajo,
por muy apasionante que sea”.
Matláry, una mujer nórdica, ha llegado a estas
conclusiones en el seno de una sociedad que defi
ende el igualitarismo entre el varón y la mu jer
a toda costa y que proclama que la maternidad
es sólo una construcción social más. Sin embargo,
ella se ha propuesto promulgar lo que
denomina un feminismo mucho más radical:
“Mi tesis –que no es en absoluto original– es que
hoy las mujeres tienen necesidad de reafi rmar la
importancia de la maternidad, tanto en sus propias
vidas como en el conjunto de la sociedad.
(…) Pero la cuestión esencial no es sólo de orden
práctico sino también antropológico: las mujeres
nunca se sentirán felices si no toman conciencia de
hasta qué punto la ma ternidad defi ne el ser femenino,
tanto en el plano físico como en el espiritual, y
expresan esa realidad con la reivindicación del reconocimiento social”.

La controversia en EE UU

En EE UU se ha producido en los últimos años una especie de batalla entre las mujeres que eligen una carrera profesional y las que, teniendo incluso diplomas de universidades de gran prestigio, deciden ser madres a tiempo completo. En 2005, The New York Times publicó un artículo en primera plana que despertó gran controversia en distintas partes del país. El reportaje trataba sobre el aumento de mujeres de la Ivy League

–la asociación de ocho universidades del noreste de EE UU reconocidas por su excelencia académica– que voluntariamente habían decidido sacrifi car su carrera por su familia. El artículo estaba
basado parcialmente en
una en cuesta a 138 estudiantes
(mujeres) de la prestigiosa
Universidad de Yale, y explicaba
que más de la mitad
de las encuestadas planeaba
re du cir la jornada de trabajo

fuera de casa o abandonarlo
completamente si tenían hijos.
Además, se citaban estudios
de Yale que mostraban que casi la mitad de sus licenciadas menores de 40 años no trabajaban a jornada

completa. Las mujeres que habían tomado esta decisión fueron criticadas en Los Angeles Times por la periodista Karen Stabiner, quien denunciaba que “para tramar
esa clase de futuro, una mujer necesita disponer de un fondo de potenciales maridos ricos, permanecer casada
en una época en la que la mitad de los matrimonios termina en divorcio, e ignorar la historia del movimiento

feminista”. Al margen de la discusión feminista, lo cierto es que mientras las es tructuras sociales no permitan conciliar plenamente familia y trabajo, hay mujeres hoy que se atreven a afi rmar públicamente que ellas eligen la maternidad porque eso las hace más felices.

Superar las barreras

Es el caso de Eva. Tiene 26 años y es madre de Clara, de
9 meses. Trabaja en una multinacional y tiene un contrato
indefi nido en un puesto medio. Sus posibilidades
de mejorar en su carrera profesional eran reales hasta
que decidió tener hijos. Renunciar a un ascenso debido
a querer familia es una decisión que condiciona la
vida, pero para ella era su prioridad: “No me da igual
no trabajar en lo mío y la reducción de jornada es algo
frustrante porque a nadie le importas, pero aun así, sinceramente me compensa. Es genial no tener estrés, y me
puedo dedicar a la niña el tiempo que quiera”, explica.
María José, de 42 años y madre de siete hijos, ha tenido
una historia diferente pero comparte puntos de vista
con Eva: “Antes de ser madre trabajaba en un banco en
el departamento de fi nanciación al comercio exterior,
pero al tener hijos ya no encajaba en el perfi l del puesto
porque no podía viajar”, comenta. Cuando nació su segundo
hijo, dejó el trabajo porque quería estar a tiempo
completo con sus hijos. María José ha estado durante
diez años al cuidado del hogar y no se arrepiente en absoluto: “Ahora que el pequeño ya tiene tres años y va al
colegio yo me he buscado un trabajo compatible con sus horarios”, comenta.

“Las mujeres

nunca se sentirán

felices si no toman

conciencia de

hasta qué punto la

maternidad defi ne

el ser femenino”

Algo le ha pasado a la maternidad. Ser madre se entiende hoy como una parcela independiente de la
vida de la mujer. Sin embargo, algunas mujeres reclaman la urgencia de devolverle el prestigio a la maternidad, puesto que está liga da íntimamente a la propia identidad femenina. Al convertirse en madre, la mujer
se transforma y despliega todos sus talentos, porque

tanto su cuerpo como su alma están d iseñados para dar

la vida y su ser más íntimo está concebido para entrar

en comunión especial con el misterio de la creación.

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sensible a las necesidades
de los de más, tienes una mayor
capacidad de trabajo y
apren des a organizarte para
poder llegar a todo”, asegura
Eva. “He aprendido muchísima
psicología práctica porque
cada hijo es diferente: tienes
que aprender a conocerle, quererle,
valorarle y hacer que él se
valore; ¡todo esto además de educarle!”,
explica María José. Sheila
Morataya-Fleishman va un poco más
allá: “Espi ritualmente al dar a luz a ese
hijo, la madre no pierde su cercanía con él
después de su nacimiento, sino que permanece
un lazo invisible, una fuerza que la madre
puede sentir para saber lo que necesita el niño, lo que le amenaza, lo que le sucede; además como madre, y esto le pertenece sólo a ella, puede percibir lo que le va a dañar y lo que será bueno
para él”.
Así pues, continúa Morataya-Fleishman,
“ser madre es un regalo, una vocación ultrahumana, un designio al que responder”. Explica
la autora que gracias a la maternidad
la mujer desarrolla los talentos que le son
más propios: el “genio femenino”, la generosidad,
la fraternidad, el servicio, la empatía.
Son talentos que la madre aporta a su familia
y también al mundo de la empresa y a la sociedad
en su conjunto.

La madre humaniza la sociedad

Pero, ¿cómo es posible que sólo al hacerse madre
la mujer logre desplegar plenamente esos talentos femeninos? La clave está precisamente en la entrega, en
la generosidad y en el sacrifi cio que implica ser madre. Aurora Bernal, licenciada en Ciencias de la Educación
y doctora en Pedagogía por la Universidad de Navarra, puntualiza que “el ser humano es relacional y crece más cuando su libertad es usada para aportar a la realidad”.
Y ese modo de entrega se da de un modo extraordinario
en las madres, porque ellas dan lo más valioso que
existe, que no es otra cosa que dar la vida a un nuevo
ser. Su disposición de sacrifi cio es hasta la muerte, como
diría Edith Stein. Por ello, al entregarse hasta el punto
de concebir y dar la vida por un hijo, la mujer se perfecciona multiplicando sus capacidades y talentos. Y
estas capacidades no la benefi cian a ella sola o a su fa-
Ni Eva ni María José viven una situación “socialmente
fácil”. Las madres jóvenes y con varios hijos muchas
veces son tachadas de irresponsables. “Cuando estaba embarazada del tercero, me dejaron de felicitar porque
como ya tenía la parejita nadie lo entendía. ¡Incluso en
mi familia ha habido críticas! Nadie se mete con tu casa
o tu coche, pero con los hijos todo el mundo tiene derecho
a opinar”, lamenta María José. Sin embargo, tanto
Eva como María José prefi rieron sacrifi car su vida, su
tiempo, su juventud y su dinero por algo que consideran
que les compensa con creces. ¿Es fácil? “No”, responden

rotundamente las dos a Misión. ¿Compensa? “Sin duda.
No sabría decirte de qué manera, es algo más etéreo que sustancial. Llevo sin dormir ocho horas seguidas… ni
me acuerdo”, ríe Eva, “pero no me importa: ver crecer a
mi hija me hace olvidar cualquier inconveniente”. Por su parte, María José no se arrepiente de haber tenido a su séptimo hijo, ni tampoco al sexto. “Por supuesto, hemos tenido momentos de difi cultades no sólo económicas.
¡Dios nos ha probado! Quizá no siempre podemos comprarnos todo lo que queremos, pero mentiría si dijera
que no hay comida en la mesa cada día, la Providencia
de Dios ha estado siempre al quite”, asegura.

“El don sincero de sí”

Pero ¿por qué es tan importante ser madre? ¿Existe una relación directa entre ser mujer y ser madre? Una visión conjunta de la antropología relacional, la biología y la psicología permiten comprobar que la mujer está diseñada para la maternidad –para ser portadora

potencial de la vida– y que sólo se puede
realizar de una manera plena si despliega
lo que el Papa Juan Pablo II llamaba “el don
sincero de sí”. En su carta apos tólica Mulieris Dignitatem (1988), anotaba que “la maternidad
está unida a la estructura personal
del ser mujer”.
En febrero del año pasado, con ocasión
de los 25 años de esta carta, se dieron cita
en Roma 250 representantes de todo el
mun do para hacer un balance de los desafíos
que presenta la promoción de la mujer
en la Iglesia y en la sociedad. Una de las ponentes, Blanca Castilla de Cortázar, docente de
Teología en el Instituto Juan Pablo II, explicaba
cómo todo en la mujer –comenzando por su cuerpo– está diseñado para hacer posible este “don de sí”. “El modo de procrear –decía– presenta de modo plástico la maternidad como una relación diversa a la paternidad: el hombre al donarse sale de sí mismo, y saliendo de sí da a la mujer y su don se queda en ella: la mujer lo hace sin salir de sí, más bien acogiendo dentro de sí”.

Una transformación integral

De este modo, el don queda en manos de la mujer y es
ella la que concibe, gesta, alumbra y alimenta al hijo recién nacido. Al acoger la vida, la mujer se transforma
con el hijo que engendra y nunca volverá a ser la misma.
Algo ha cambiado en su interior. Su corazón se ensancha,
su mirada se prolonga en el tiempo y sus sentidos
se afi nan. Sheila Morataya-Fleishman, autora de numerosos artículos sobre el desarrollo humano de la mujer y
con el máster en Matrimonio y Familia por la Universidad
de Navarra, lo explica comparándolo con una rosa:
“Hay un momento dentro de su proceso en el que la rosa muestra todo su esplendor. Abre por completo sus pétalos
y cautiva con su belleza. A la mujer, al convertirse en
madre, le ocurre algo parecido. Sin embargo, su transformación va mucho más allá que la de la rosa. Todas
las células de su cuerpo se transforman y su cerebro se
prepara para la puesta en acción de aptitudes que nunca
antes han sido utilizadas: custodiar, cuidar, amar de una
forma que ella no había experimentado nunca antes”.
A pesar de las críticas y de que el sistema socioeconómico
y la mentalidad imperante se oponen al desarrollo
integral de la mujer-madre, ni Eva ni María José han desfallecido nunca. Entre otras cosas, porque se dan
cuenta de que la maternidad también les permite desarrollar

talentos latentes. “Siendo madre te haces más

A Fondo

milia sino que van mucho más allá. “Es ella la que ha querido nuestra existencia y ha celebrado nuestra vida aun cuando éramos ‘nadie’. Ese valor a la vida, visible
en la maternidad biológica, se extiende a la sociedad y humaniza la cultura y a toda la sociedad”, recalca Aurora Bernal. Por este motivo, Sheila Morataya-Fleishman suscribe las palabras de Edith Stein cuando dice que “la mujer sólo alcanzará su puesto en el mundo desde lo que ella es, desde su confi guración psicológlca, anímica y corporal diferente a la del hombre”.

¿Derecho
a ser padres?

La concepción social de la maternidad ha sufrido un
cambio profundo en las últimas décadas. Esto se debe, principalmente,
a la infl uencia del feminismo radical, que considera la
maternidad como una carga pesada, algo que degrada a la mujer y la
impide realizarse plenamente y, paralelamente, a un cambio profundo
en la consideración de los hijos, que han pasado de ser estimados como
un don a ser considerados como un derecho. La profesora de Derecho de la Universidad Francisco de Vitoria, María Lacalle, explica: “Si nos preguntamos
por qué el Derecho de familia regula la paternidad/maternidad, la respuesta automática hasta hace poco habría sido: por el bien de los hijos. Sin embargo,
en la actualidad parece más bien que lo hace para satisfacer los deseos de los
adultos”. De ahí surge la necesidad de controlar todo el proceso de tener descendencia, bien sea a través de la fecundación in vitro y otras técnicas de
reproducción asistida, pero también a través del aborto: “Las feministas
reclaman un control total de la fecundidad por parte de la mujer, que
se concreta en los llamados ‘derechos sexuales y reproductivos’.
Se trata de un conjunto de ‘derechos’ cuyo objeto es que la
mujer controle por completo la fertilidad, y que tienen
como núcleo central la reivindicación del aborto
libre, gratuito y universal”, denuncia
Lacalle.

Maternidad espiritual

Según el Código de Derecho Canónico, aquellas mujeres
que han renunciado voluntariamente a la maternidad biológica
por amor a Jesucristo pueden ser fecundas por una maternidad de
orden superior, por la acción del Espíritu Santo. La virginidad –también llamada castidad evangélica– ha demostrado esta fecundidad a lo largo de
los siglos en las cientos de órdenes religiosas que han fundado colegios y obras de caridad, que han asistido a los pobres, y orado incansablemente por millones de personas. Un ejemplo de ello es sor Clara María, clarisa en el Monasterio
de Lerma, en Burgos. Hoy tiene 32 años y lleva casi quince como religiosa. Lo explica de una manera sencilla: “Cuando entré en el convento, sólo tenía amor para Cristo, entré por Él, para ser su esposa. Pero poco a poco, fruto de este amor, Cristo me cedió parte de su sufrimiento y de sus preocupaciones por
sus hijos y de esta manera, me convertí en madre”. Para sor Clara, la vida
de una religiosa es una “vida de oración constante ofrecida a los otros…
Nuestra oración cae sobre el alma que Dios dispone”. “Cuesta mucho
no ver los frutos de la oración y, sin embargo, me siento misteriosamente
plena. Mi corazón, que tiene el deseo de ser madre,
ahora está lleno. Yo sé que mi vida está dando fruto
en muchos y que lo veré en el Cielo. Me basta
saberlo”, concluye sonriente.

Convivir en el matrimonio

CONVIVIR EN EL MATRIMONIO El arte de perdonar

Dra. Jutta Burggraf

Conferencia pronunciada el sábado 22 de abril de 2007 en el Instituto de Estudios Superiores de la Familia (IESF) de la Universitat Internacional de Catalunya.

El arte de convivir está estrechamente relacionado con la capacidad de pedir perdón y de perdonar. Todos somos débiles y caemos con frecuencia. Tenemos que ayudarnos mutuamente a levantarnos siempre de nuevo. Lo conseguimos, muchas veces, a través del perdón.

UNA REFLEXIÓN PREVIA

Cuando hablamos del auténtico perdón, nos movemos en un terreno profundo. Consideramos una herida en el corazón, causada por la libre actuación de otro. Todos sufrimos, de vez en cuando, injusticias, humillaciones y rechazos; algunos tienen que soportar diariamente torturas, no sólo en una cárcel, sino también en un puesto de trabajo o en la propia familia. Es cierto que nadie puede hacernos tanto daño como los que debieran amarnos. “El único dolor que destruye más que el hierro es la injusticia que procede de nuestros familiares,” dicen los árabes.

No sólo existe la ruptura tajante de las relaciones humanas. Hay muchas formas distintas de infidelidad y corrupción. El amor se puede enfriar por el desgaste diario, por desatención y estrés, puede desaparecer oculta y silenciosamente. Hasta matrimonios aparentemente muy unidos pueden sufrir “divorcios interiores”: viven exteriormente juntos, sin estar unidos interiormente, en la mente y en el corazón; conviven soportándose.

Frente a las heridas que podamos recibir en el trato con los demás, es posible reaccionar de formas diferentes. Podemos pegar a los que nos han pegado, o hablar mal de los que han hablado mal de nosotros. Es una pena gastar las energías en enfados,

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recelos, rencores, o desesperación; y quizá es más triste aún cuando una persona se endurece para no sufrir más. Sólo en el perdón brota nueva vida.

El perdón consiste en renunciar a la venganza y querer, a pesar de todo, lo mejor para el otro. La tradición cristiana nos ofrece testimonios impresionantes de esta actitud. No sólo tenemos el ejemplo famoso de San Esteban, el primer mártir, que murió rezando por los que le apedreaban. En nuestros días hay también muchos ejemplos. En 1994 un monje trapense llamado Christian fue matado en Argelia junto a otros monjes que habían permanecido en su monasterio, pese a estar situado en una región peligrosa. Christian dejó una carta a su familia para que la leyeran después de su muerte. En ella daba gracias a todos los que había conocido y señalaba: “En este gracias por supuesto os incluyo a vosotros, amigos de ayer y de hoy… Y también a ti, amigo de última hora, que no habrás sabido lo que hiciste. Sí, también por ti digo ese gracias y ese adiós cara a cara contigo. Que se nos conceda volvernos a ver, ladrones felices, en el paraíso, si le place a Dios nuestro Padre.”1

Pensamos, quizá, que estos son casos límites, reservados para algunos héroes; son ideales bellos, más admirables que imitables, que se encuentran muy lejos de nuestras experiencias personales. ¿Puede una madre perdonar jamás al asesino de su hijo? Podemos perdonar, por lo menos, a una persona que nos ha dejado completamente en ridículo ante los demás, que nos ha quitado la libertad o la dignidad, que nos ha engañado, difamado o destruido algo que para nosotros era muy importante? Éstas son algunas de las situaciones existenciales en las que conviene plantearse la cuestión.

I. ¿QUÉ QUIERE DECIR “PERDONAR”?

¿Qué es el perdón? ¿Qué hago cuando digo a una persona: “Te perdono”? Es evidente que reacciono ante un mal que alguien me ha hecho; actúo, además, con libertad; no olvido simplemente la injusticia, sino que rechazo la venganza y los rencores, y me dispongo a ver al agresor como una persona digna de compasión. Vamos a considerar estos diversos elementos con más detenimiento.

1 Ch. DE CHERGÉ, Testament spirituel (1994), en B. CHENU, L’invincible espérance, Paris 1997, p.221.

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1. Reaccionar ante un mal

En primer lugar, ha de tratarse realmente de un mal para el conjunto de mi vida. Si un cirujano me quita un brazo que está peligrosamente infectado, puedo sentir dolor y tristeza, incluso puedo montar en cólera contra el médico. Pero no tengo que perdonarle nada, porque me ha hecho un gran bien: me ha salvado la vida. Situaciones semejantes pueden darse en la educación. No todo lo que parece mal a un niño es nocivo para él, ni mucho menos. Los buenos padres no conceden a sus hijos todos los caprichos que ellos piden; los forman en la fortaleza. Una maestra me dijo en una ocasión: “No me importa lo que mis alumnos piensan hoy sobre mí. Lo importante es lo que piensen dentro de treinta años.” El perdón sólo tiene sentido, cuando alguien ha recibido un daño objetivo de otro.

Por otro lado, perdonar no consiste, de ninguna manera, en no querer ver este daño, en colorearlo o disimularlo. Algunos pasan de largo las injurias con las que les tratan sus colegas o sus cónyuges, porque intentan eludir todo conflicto; buscan la paz a cualquier precio y pretenden vivir continuamente en un ambiente armonioso. Parece que todo les diera lo mismo. “No importa” si los otros no les dicen la verdad; “no importa” cuando los utilizan como meros objetos para conseguir unos fines egoístas; “no importan” tampoco el fraude o el adulterio. Esta actitud es peligrosa, porque puede llevar a una completa ceguera ante los valores. La indignación e incluso la ira son reacciones normales y hasta necesarias en ciertas situaciones. Quien perdona, no cierra los ojos ante el mal; no niega que existe objetivamente una injusticia. Si lo negara, no tendría nada que perdonar.2

Si uno se acostumbra a callarlo todo, tal vez pueda gozar durante un tiempo de una aparente paz; pero pagará finalmente un precio muy alto por ella, pues renuncia a la libertad de ser él mismo. Esconde y sepulta sus frustraciones en lo más profundo de su corazón, detrás de una muralla gruesa, que levanta para protegerse. Y ni siquiera se da cuenta de su falta de autenticidad. Es normal que una injusticia nos duela y deje una herida. Si no queremos verla, no podemos sanarla. Entonces estamos permanentemente huyendo de la propia intimidad (es decir, de nosotros mismos); y el dolor nos carcome lenta e irremediablemente. Algunos realizan un viaje alrededor del mundo, otros se

2 Se ha destacado que la justicia, junto con la verdad, son los presupuestos del perdón. Cfr. JUAN PABLO II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz Ofrece el perdón, recibe la paz, 1-I-1997.

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mudan de ciudad. Pero no pueden huir del sufrimiento. Todo dolor negado retorna por la puerta trasera, permanece largo tiempo como una experiencia traumática y puede ser la causa de heridas perdurables. Un dolor oculto puede conducir, en ciertos casos, a que una persona se vuelva agria, obsesiva, medrosa, nerviosa o insensible, o que rechace la amistad, o que tenga pesadillas. Sin que uno lo quiera, tarde o temprano, reaparecen los recuerdos. Al final, muchos se dan cuenta de que tal vez, habría sido mejor, hacer frente directa y conscientemente a la experiencia del dolor. Afrontar un sufrimiento de manera adecuada es la clave para conseguir la paz interior.

2. Actuar con libertad

El acto de perdonar es un asunto libre. Es la única reacción que no re-actúa simplemente, según el conocido principio “ojo por ojo, diente por diente.”3 El odio provoca la violencia, y la violencia justifica el odio. Cuando perdono, pongo fin a este círculo vicioso; impido que la reacción en cadena siga su curso. Entonces libero al otro, que ya no está sujeto al proceso iniciado. Pero, en primer lugar, me libero a mí mismo. Estoy dispuesto a desatarme de los enfados y rencores. No estoy “re-accionando”, de modo automático, sino que pongo un nuevo comienzo, también en mí.

Superar las ofensas, es una tarea sumamente importante, porque el odio y la venganza envenenan la vida. El filósofo Max Scheler afirma que una persona resentida se intoxica a sí misma.4 El otro le ha herido; de ahí no se mueve. Ahí se recluye, se instala y se encapsula. Queda atrapada en el pasado. Da pábulo a su rencor con repeticiones y más repeticiones del mismo acontecimiento. De este modo arruina su vida.

Los resentimientos hacen que las heridas se infecten en nuestro interior y ejerzan su influjo pesado y devastador, creando una especie de malestar y de insatisfacción generales. En consecuencia, uno no se siente a gusto en su propia piel. Pero, si no se encuentra a gusto consigo mismo, entonces no se encuentra a gusto en ningún lugar. Los recuerdos amargos pueden encender siempre de nuevo la cólera y la tristeza, pueden

3 Mt 5,38.
4 M. SCHELER, Das Ressentiment im Aufbau der Moralen, en Vom Umsturz der Werte, Bern 51972, pp.36s.

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llevar a depresiones. Un refrán chino dice: “El que busca venganza debe cavar dos fosas.”

En su libro Mi primera amiga blanca, una periodista norteamericana de color describe cómo la opresión que su pueblo había sufrido en Estados Unidos le llevó en su juventud a odiar a los blancos, “porque han linchado y mentido, nos han cogido prisioneros, envenenado y eliminado.”5 La autora confiesa que, después de algún tiempo, llegó a reconocer que su odio, por muy comprensible que fuera, estaba destruyendo su identidad y su dignidad. Le cegaba, por ejemplo, ante los gestos de amistad que una chica blanca le mostraba en el colegio. Poco a poco descubrió que, en vez de esperar que los blancos pidieran perdón por sus injusticias, ella tenía que pedir perdón por su propio odio y por su incapacidad de mirar a un blanco como a una persona, en vez de hacerlo como a un miembro de una raza de opresores. Encontró el enemigo en su propio interior, formado por los prejuicios y rencores que le impedían ser feliz.

Las heridas no curadas pueden reducir enormemente nuestra libertad. Pueden dar origen a reacciones desproporcionadas y violentas, que nos sorprendan a nosotros mismos. Una persona herida, hiere a los demás. Y, como muchas veces oculta su corazón detrás de una coraza, puede parecer dura, inaccesible e intratable. En realidad, no es así. Sólo necesita defenderse. Parece dura, pero es insegura; está atormentada por malas experiencias.

Hace falta descubrir las llagas para poder limpiarlas y curarlas. Poner orden en el propio interior, puede ser un paso para hacer posible el perdón. Pero este paso es sumamente difícil y, en ocasiones, no conseguimos darlo. Podemos renunciar a la venganza, pero no al dolor. Aquí se ve claramente que el perdón, aunque está estrechamente unido a vivencias afectivas, no es un sentimiento. Es un acto de la voluntad que no se reduce a nuestro estado psíquico.6 Se puede perdonar llorando.

Cuando una persona ha realizado este acto eminentemente libre, el sufrimiento pierde ordinariamente su amargura, y puede ser que desaparezca con el tiempo. “Las heridas se cambian en perlas,” dice Santa Hildegarda de Bingen.

3. Recordar el pasado

5 P. RAYBON, My First White Friend, New York 1996, p.4s.
6 Cfr. D. von HILDEBRAND, Moralia, Werke IX, Regensburg 1980, p.338.

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Es una ley natural que el tiempo “cura” algunas llagas. No las cierra de verdad, pero las hace olvidar. Algunos hablan de la “caducidad de nuestras emociones”.7 Llegará un momento en que una persona no pueda llorar más, ni sentirse ya herida. Esto no es una señal de que haya perdonado a su agresor, sino que tiene ciertas “ganas de vivir”. Un determinado estado psíquico –por intenso que sea– de ordinario no puede convertirse en permanente. A este estado sigue un lento proceso de desprendimiento, pues la vida continúa. No podemos quedarnos siempre ahí, como pegados al pasado, perpetuando en nosotros el daño sufrido. Si permanecemos en el dolor, bloqueamos el ritmo de la naturaleza.

La memoria puede ser un cultivo de frustraciones. La capacidad de desatarse y de olvidar, por tanto, es importante para el ser humano, pero no tiene nada que ver con la actitud de perdonar. Ésta no consiste simplemente en “borrón y cuenta nueva”. Exige recuperar la verdad de la ofensa y de la justicia, que muchas veces pretende camuflarse o distorsionarse. El mal hecho debe ser reconocido y, en lo posible, reparado.

Hace falta “purificar la memoria”. Una memoria sana puede convertirse en maestra de vida. Si vivo en paz con mi pasado, puedo aprender mucho de los acontecimientos que he vivido. Recuerdo las injusticias pasadas para que no se repitan, y las recuerdo como perdonadas.

4. Renunciar a la venganza

Como el perdón expresa nuestra libertad, también es posible negar al otro este don. El judío Simon Wiesenthal cuenta en uno de sus libros de sus experiencias en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Un día, una enfermera se acercó a él y le pidió seguirle. Le llevó a una habitación donde se encontraba un joven oficial de la SS que estaba muriéndose. Este oficial contó su vida al preso judío: habló de su familia, de su formación, y cómo llegó a ser un colaborador de Hitler. Le pesaba sobre todo un crímen en el que había participado: en una ocasión, los soldados a su mando habían encerrado a 300 judíos en una casa, y habían quemado la casa; todos murieron. “Sé que es horrible –dijo el oficial-. Durante las largas noches, en las que

7 A. KOLNAI, Forgiveness, en B. WILLIAMS; D. WIGGINS (eds.), Ethics, Value and Reality. Selected Papers of Aurel Kolnai, Indianapolis 1978, p.95.

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estoy esperando mi muerte, siento la gran urgencia de hablar con un judío sobre esto y pedirle perdón de todo corazón.” Wiesenthal concluye su relato diciendo: “De pronto comprendí, y sin decir ni una sola palabra, salí de la habitación.”8 Otro judío añade: “No, no he perdonado a ninguno de los culpables, ni estoy dispuesto ahora ni nunca a perdonar a ninguno.”9

Perdonar significa renunciar a la venganza y al odio. Existen, por otro lado, personas que no se sienten nunca heridas. No es que no quieran ver el mal y repriman el dolor, sino todo lo contrario: perciben las injusticias objetivamente, con suma claridad, pero no dejan que ellas les molesten. “Aunque nos maten, no pueden hacernos ningún daño,” es uno de sus lemas.10 Han logrado un férreo dominio de sí mismos, parecen de una ironía insensible. Se sienten superiores a los demás hombres y mantienen interiormente una distancia tan grande hacia ellos que nadie puede tocar su corazón. Como nada les afecta, no reprochan nada a sus opresores. ¿Qué le importa a la luna que un perro le ladre? Es la actitud de los estoicos y quizá también de algunos “gurus” asiáticos que viven solitarios en su “magnanimidad”. No se dignan mirar siquiera a quienes “absuelven” sin ningún esfuerzo. No perciben la existencia del “pulgón”.

El problema consiste en que, en este caso, no hay ninguna relación interpersonal. No se quiere sufrir y, por tanto, se renuncia al amor. Una persona que ama, siempre se hace pequeña y vulnerable. Se encuentra cerca a los demás. Es más humano amar y sufrir mucho a lo largo de la vida, que adoptar una actitud distante y superior a los otros. Cuando a alguien nunca le duele la actuación de otro, es superfluo el perdón. Falta la ofensa, y falta el ofendido.

5. Mirar al agresor en su dignidad personal

8 Cfr. S. WIESENTHAL, The Sunflower. On the Possibilities and Limits of Forgiveness, New York 1998. Sin embargo, la cuestión del perdón se presenta abierta para este autor. Cfr. IDEM, Los límites del perdón, Barcelona 1998.
9 P. LEVI, Sí, esto es un hombre, Barcelona 1987, p.186. Cfr. IDEM, Los hundidos y los salvados, Barcelona 1995, p.117.

10 Se suele atribuir esta frase al filósofo estoico Epicteto, que era un esclavo. Cfr. EPICTETO, Handbüchlein der Moral, ed. por H. Schmidt, Stuttgart 1984, p.31. Los mártires de todos los tiempos sabían interpretar estas palabras de un modo cristiano.

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El perdón comienza cuando, gracias a una fuerza nueva, una persona rechaza todo tipo de venganza. No habla de los demás desde sus experiencias dolorosas, evita juzgarlos y desvalorizarlos, y está dispuesta a escucharles con un corazón abierto.

El secreto consiste en no identificar al agresor con su obra.11 Todo ser humano es más grande que su culpa. Un ejemplo elocuente nos da Albert Camus, que se dirige en una carta pública a los nazis y habla de los crímenes cometidos en Francia: “Y a pesar de ustedes, les seguiré llamando hombres… Nos esforzamos en respetar en ustedes lo que ustedes no respetaban en los demás.”12 Cada persona está por encima de sus peores errores.

Hace pensar una anécdota que se cuenta de un general del siglo XIX. Cuando éste se encontraba en su lecho de muerte, un sacerdote le preguntó si perdonaba a sus enemigos. “No es posible –respondió el general-. Les he mandado ejecutar a todos.”13

El perdón del que hablamos aquí no consiste en saldar un castigo, sino que es, ante todo, una actitud interior. Significa vivir en paz con los recuerdos y no perder el aprecio a ninguna persona. Se puede considerar también a un difunto en su dignidad personal. Nadie está totalmente corrompido; en cada uno brilla una luz.

Al perdonar, decimos a alguien: “No, tú no eres así. ¡Sé quien eres! En realidad eres mucho mejor.” Queremos todo el bien posible para el otro, su pleno desarrollo, su dicha profunda, y nos esforzamos por quererlo desde el fondo del corazón, con gran sinceridad.

II. ¿QUÉ ACTITUDES NOS DISPONEN A PERDONAR?

Después de aclarar, en grandes líneas, en qué consiste el perdón, vamos a considerar algunas actitudes que nos disponen a realizar este acto que nos libera a nosotros y también libera a los demás.

1. Amor

11 El odio no se dirige a las personas, sino a las obras. Cfr. Rm 12,9. Apoc 2,6.
12 A. CAMUS, Carta a un amigo alemán, Barcelona 1995, p.58.
13 Cfr. M. CRESPO, Das Verzeihen. Eine philosophische Untersuchung, Heidelberg 2002, p.96.

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Perdonar es amar intensamente. El verbo latín per-donare lo expresa con mucha claridad: el prefijo per intensifica el verbo que acompaña, donare. Es dar abundantemente, entregarse hasta el extremo. El poeta Werner Bergengruen ha dicho que el amor se prueba en la fidelidad, y se completa en el perdón.

Sin embargo, cuando alguien nos ha ofendido gravemente, el amor apenas es posible. Es necesario, en un primer paso, separarnos de algún modo del agresor, aunque sea sólo interiormente. Mientras el cuchillo está en la herida, la herida nunca se cerrará. Hace falta retirar el cuchillo, adquirir distancia del otro; sólo entonces podemos ver su rostro. Un cierto desprendimiento es condición previa para poder perdonar de todo corazón, y dar al otro el amor que necesita.

Una persona sólo puede vivir y desarrollarse sanamente, cuando es aceptada tal como es, cuando alguien la quiere verdaderamente, y le dice: “Es bueno que existas.”14 Hace falta no sólo “estar aquí”, en la tierra, sino que hace falta la confirmación en el ser para sentirse a gusto en el mundo, para que sea posible adquirir una cierta estimación propia y ser capaz de relacionarse con otros en amistad. En este sentido se ha dicho que el amor continúa y perfecciona la obra de la creación.15

Amar a una persona quiere decir hacerle consciente de su propio valor, de su propia belleza. Una persona amada es una persona aprobada, que puede responder al otro con toda verdad: “Te necesito para ser yo mismo.”

Si no perdono al otro, de alguna manera le quito el espacio para vivir y desarrollarse sanamente. Éste se aleja, en consecuencia, cada vez más de su ideal y de su autorrealización. En otras palabras, le mato, en sentido espiritual. Se puede matar, realmente, a una persona con palabras injustas y duras, con pensamientos malos o, sencillamente, negando el perdón. El otro puede ponerse entonces triste, pasivo y amargo. Kierkegaard habla de la “desesperación de aquel que, desesperadamente, quiere ser él mismo”, y no llega a serlo, porque los otros lo impiden.16

Cuando, en cambio, concedemos el perdón, ayudamos al otro a volver a la propia identidad, a vivir con una nueva libertad y con una felicidad más honda.

2. Comprensión

14 J. PIEPER, Über die Liebe, München 1972, p.38s.
15 Cfr. ibid., p.47.
16 S. KIERKEGAARD, Die Krankheit zum Tode, München 1976, p.99.

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Es preciso comprender que cada uno necesita más amor que “merece”; cada uno es más vulnerable de lo que parece; y todos somos débiles y podemos cansarnos. Perdonar es tener la firme convicción de que en cada persona, detrás de todo el mal, hay un ser humano vulnerable y capaz de cambiar. Significa creer en la posibilidad de transformación y de evolución de los demás.

Si una persona no perdona, puede ser que tome a los demás demasiado en serio, que exija demasiado de ellos. Pero “tomar a un hombre perfectamente en serio, significa destruirle,” advierte el filósofo Robert Spaemann.17 Todos somos débiles y fallamos con frecuencia. Y, muchas veces, no somos conscientes de las consecuencias de nuestros actos: “no sabemos lo que hacemos”.18 Cuando, por ejemplo, una persona está enfadada, grita cosas que, en el fondo, no piensa ni quiere decir. Si la tomo completamente en serio, cada minuto del día, y me pongo a “analizar” lo que ha dicho cuando estaba rabiosa, puedo causar conflictos sin fin. Si lleváramos la cuenta de todos los fallos de una persona, acabaríamos transformando en un monstruo, hasta al ser más encantador.

Tenemos que creer en las capacidades del otro y dárselo a entender. A veces, impresiona ver cuánto puede transformarse una persona, si se le da confianza; cómo cambia, si se le trata según la idea perfeccionada que se tiene de ella. Hay muchas personas que saben animar a los otros a ser mejores. Les comunican la seguridad de que hay mucho bueno y bello dentro de ellos, a pesar de todos sus errores y caídas. Actúan según lo que dice la sabiduría popular: “Si quieres que el otro sea bueno, trátale como si ya lo fuese.”

3. Generosidad

Perdonar exige un corazón misericordioso y generoso. Significa ir más allá de la justicia. Hay situaciones tan complejas en las que la mera justicia es imposible. Si se ha robado, se devuelve; si se ha roto, se arregla o sustituye. ¿Pero si alguien pierde un órgano, un familiar o un buen amigo? Es imposible restituirlo con la justicia.

17 R. SPAEMANN, Felicidad y benevolencia, Madrid 1991, p.273.
18 Pero también existe un no querer ver, una ceguera voluntaria. Cfr. D. von HILDEBRAND, Sittlichkeit und ethische Werterkenntnis. Eine Untersuchung über ethische Strukturprobleme, Vallendar 31982, p.49.

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Precisamente ahí, donde el castigo no cubre nunca la pérdida, es donde tiene espacio el perdón.

El perdón no anula el derecho, pero lo excede infinitamente. A veces, no hay soluciones en el mundo exterior. Pero, al menos, se puede mitigar el daño interior, con cariño, aliento y consuelo. “Convenceos que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad -afirma San Josemaría Escrivá… La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo.”19 Y Santo Tomás resume escuetamente: “La justicia sin la misericordia es crueldad.”20

El perdón trata de vencer el mal por la abundancia del bien.21 Es por naturaleza incondicional, ya que es un don gratuito del amor, un don siempre inmerecido. Esto significa que el que perdona no exige nada a su agresor, ni siquiera que le duela lo que ha hecho. Antes, mucho antes que el agresor busca la reconciliación, el que ama ya le ha perdonado.

El arrepentimiento del otro no es una condición necesaria para el perdón, aunque sí es conveniente. Es, ciertamente, mucho más fácil perdonar cuando el otro pide perdón. Pero a veces hace falta comprender que en los que obran mal hay bloqueos, que les impiden admitir su culpabilidad.

Hay un modo “impuro” de perdonar,22 cuando se hace con cálculos, especulaciones y metas: “Te perdono para que te des cuenta de la barbaridad que has hecho; te perdono para que mejores.” Pueden ser fines educativos loables, pero en este caso no se trata del perdón verdadero que se concede sin ninguna condición, al igual que el amor auténtico: “Te perdono porque te quiero –a pesar de todo.”

Puedo perdonar al otro incluso sin dárselo a entender, en el caso de que no entendería nada. Es un regalo que le hago, aunque no se entera, o aunque no sabe por qué.

4. Humildad

Hace falta prudencia y delicadeza para ver cómo mostrar al otro el perdón. En ocasiones, no es aconsejable hacerlo enseguida, cuando la otra persona está todavía

19 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, n.172.
20 TOMÁS DE AQUINO, In Matth., 5,2.
21 Cfr. Rm 12,21.
22 Cfr. V. JANKÉLÉVITCH, El perdón, Barcelona 1999, p.144.

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agitada. Puede parecerle como una venganza sublime, puede humillarla y enfadarla aún más. En efecto, la oferta de la reconciliación puede tener carácter de una acusación. Puede ocultar una actitud farisaica: quiero demostrar que tengo razón y que soy generoso. Lo que impide entonces llegar a la paz, no es la obstinación del otro, sino mi propia arrogancia.

Por otro lado, es siempre un riesgo ofrecer el perdón, pues este gesto no asegura su recepción y puede molestar al agresor en cualquier momento. “Cuando uno perdona, se abandona al otro, a su poder, se expone a lo que imprevisiblemente puede hacer y se le da libertad de ofender y herir (de nuevo).”23 Aquí se ve que hace falta humildad para buscar la reconciliación.

Cuando se den las circunstancias -quizá después de un largo tiempo- conviene tener una conversación con el otro. En ella se pueden dar a conocer los propios motivos y razones, el propio punto de vista; y se debe escuchar atentamente los argumentos del otro. Es importante escuchar hasta el final, y esforzarse por captar también las palabras que el otro no dice. De vez en cuando es necesario “cambiar la silla”, al menos mentalmente, y tratar de ver el mundo desde la perspectiva del otro.

El perdón es un acto de fuerza interior, pero no de voluntad de poder. Es humilde y respetuoso con el otro. No quiere dominar o humillarle. Para que sea verdadero y “puro”, la víctima debe evitar hasta la menor señal de una “superioridad moral” que, en principio, no existe; al menos no somos nosotros los que podemos ni debemos juzgar acerca de lo que se esconde en el corazón de los otros. Hay que evitar que en las conversaciones se acuse al agresor siempre de nuevo. Quien demuestra la propia irreprochabilidad, no ofrece realmente el perdón. Enfurecerse por la culpa de otro puede conducir con gran facilidad a la represión de la culpa de uno mismo. Debemos perdonar como pecadores que somos, no como justos, por lo que el perdón es más para compartir que para conceder.

Todos necesitamos el perdón, porque todos hacemos daño a los demás, aunque algunas veces quizá no nos demos cuenta. Necesitamos el perdón para deshacer los nudos del pasado y comenzar de nuevo. Es importante que cada uno reconozca la propia flaqueza, los propios fallos -que, a lo mejor, han llevado al otro a un comportamiento desviado-, y no dude en pedir, a su vez, perdón al otro.

23 A. CENCINI, Vivir en paz, Bilbao 1997, p.96.

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5. Abrirse a la gracia de Dios

No podemos negar que la exigencia del perdón llega en ciertos casos al límite de nuestras fuerzas. ¿Se puede perdonar cuando el opresor no se arrepiente en absoluto, sino que incluso insulta a su víctima y cree haber obrado correctamente? Quizá nunca será posible perdonar de todo corazón, al menos si contamos sólo con nuestra propia capacidad.

Pero un cristiano nunca está solo. Puede contar en cada momento con la ayuda todopoderosa de Dios y experimentar la alegría de ser amado. El mismo Dios le declara su gran amor: “No temas, que yo… te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán… Eres precioso a mis ojos, de gran estima, yo te quiero.”24

Un cristiano puede experimentar también la alegría de ser perdonado. La verdadera culpabilidad va a la raíz de nuestro ser: afecta nuestra relación con Dios. Mientras en los Estados totalitarios, las personas que se han “desviado” -según la opinión de las autoridades- son metidas en cárceles o internadas en clínicas psiquiátricas, en el Evangelio de Jesucristo, en cambio, se les invita a una fiesta: la fiesta del perdón. Dios siempre acepta nuestro arrepentimiento y nos invita a cambiar.25 Su gracia obra una profunda transformación en nosotros: nos libera del caos interior y sana las heridas.

Siempre es Dios quien ama primero y es Dios quien perdona primero.26 Es Él quien nos da fuerzas para cumplir con este mandamiento cristiano que es, probablemente, el más difícil de todos: amar a los enemigos,27 perdonar a los que nos han hecho daño.28 Pero, en el fondo, no se trata tanto de una exigencia moral –como Dios te ha perdonado a ti, tú tienes que perdonar a los prójimos- cuanto de un imperativo existencial: si comprendes realmente lo que te ha ocurrido a ti, no puedes por menos que perdonar al otro. Si no lo haces, no sabes lo que Dios te ha dado.

24 Is 43,1-4.
25 “No peques más.” Jn 8,11.
26 Nuestro perdón es una consecuencia del perdón que hemos recibido. Cfr. Mt 18,12-14. Lc 19,1-10. Ef 4,32-5,2. Col 3,13.
27 Cfr. Mt 5,43-48. En cambio, Lev 19,18: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.”
28 Cfr. Mt 5,23-24; 6,12. Mc 11,25. Lc 11,4.

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El perdón forma parte de la identidad de los cristianos; su ausencia significaría, por tanto, la pérdida del carácter de cristiano. Por eso, los seguidores de Cristo de todos los siglos han mirado a su Maestro que perdonó a sus propios verdugos.29 Han sabido transformar las tragedias en victorias.

También nosotros podemos, con la gracia de Dios, encontrar el sentido de las ofensas e injusticias en la propia vida. Ninguna experiencia que adquirimos es en vano. Muy por el contrario, siempre podemos aprender algo. También cuando nos sorprende una tempestad o debemos soportar el frío o el calor. Siempre podemos aprender algo que nos ayude a comprender mejor el mundo, a los demás y a nosotros mismos. Gertrud von Le Fort dice que no sólo el claro día, sino también la noche oscura tiene sus milagros. ”Hay ciertas flores que sólo florecen en el desierto; estrellas que solamente se pueden ver al borde del despoblado. Existen algunas experiencias del amor de Dios que sólo se viven cuando nos encontramos en el más completo abandono, casi al borde de la desesperación.”30

REFLEXIÓN FINAL

Perdonar es un acto de fortaleza espiritual, un acto liberador. Es un mandamiento cristiano y además un gran alivio. Significa optar por la vida y actuar con creatividad.

Sin embargo, no parece adecuado dictar comportamientos a las víctimas. Es comprensible que una madre no pueda perdonar enseguida al asesino de su hijo. Hay que dejarle todo el tiempo que necesite para llegar al perdón. Si alguien le acusara de rencorosa o vengativa, engrandaría su herida. Santo Tomás de Aquino, el gran teólogo de la Edad Media, aconseja a quienes sufren, entre otras cosas, que no se rompan la cabeza con argumentos, ni leer, ni escribir; antes que nada, deben tomar un baño, dormir y hablar con un amigo.31 En un primer momento, generalmente no somos capaces de aceptar un gran dolor. Necesitamos tranquilizarnos; seguir el ritmo de nuestra naturaleza nos puede ayudar mucho. Sólo una persona de alma muy pequeña puede escandalizarse

29 Cfr. Lc 23,34.
30 G. von LE FORT, Unser Weg durch die Nacht, en Die Krone der Frau, Zürich 1950, pp.90s. 31 Cfr. TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae I-II, q.22.

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de ello.
Perdonar puede ser una labor interior auténtica y dura. Pero con la ayuda de

buenos amigos y, sobre todo, con la ayuda de la gracia divina, es posible realizarla. “Con mi Dios, salto los muros,” canta el salmista. Podemos referirlo también a los muros que están en nuestro corazón.

Si conseguimos crear una cultura del perdón, podremos construir juntos un mundo habitable, donde habrá más vitalidad y fecundidad; podremos proyectar juntos un futuro realmente nuevo. Para terminar, nos pueden ayudar unas sabias palabras: “¿Quieres ser feliz un momento? Véngate. ¿Quieres ser feliz siempre? Perdona.”

 

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El arte de perdonarse los conyuges

Corregir la excesiva timidez

Quizá la han protegido demasiado

La vida misma:

Natalia tiene 14 años y es muy tímida. Sus padres no saben bien por qué, pero desde muy pequeña es así. Tienen la impresión de que no han conseguido acertar en este punto en su educación, y que incluso ellos mismos han debido tener bastante culpa, pues al verla tan tímida han tendido siempre a protegerla más de lo debido

No funciona nada de lo que intentan

Se lo han planteado varias veces en los últimos años, y han probado diversos sistemas que pensaban que podían ser útiles, pero todos han tenido poco éxito. Primero quisieron que hablara e hiciera demostraciones de naturalidad delante de otras personas, o forzarla un poco a hablar en público, pero sólo conseguían pasar todos un mal rato. Luego pensaron en hablar directamente con ella sobre el asunto de su timidez, pero no consiguieron arrancarle ni una palabra en claro. Finalmente, se empeñaron en apuntarla en el grupo de teatro del colegio, para que se soltara un poco, pero ella se negó rotundamente.

Unos cuantos consejos acertados

Los padres de Natalia tuvieron ocasión de comentar sus preocupaciones con un matrimonio amigo con el que coincidieron en la boda de un pariente. Eran unos antiguos conocidos, muy abiertos y con una demostrada experiencia en educación. La conversación fue muy animada, y salieron de allí con algunas ideas prácticas. Primero, no obsesionarse con el asunto. Segundo, descubrir puntos fuertes en su hija y fomentarlos, pero sin hacer cosas raras, pues si ella se sentía observada o tratada como un «caso preocupante», sólo lograrían potenciar su timidez. Y tercero, ganar en confianza con su hija, pues «el hecho de que Natalia hable poco —les había dicho su amiga—, no quiere decir que tenga pocas cosas que decir, sino que ella no encuentra suficiente confianza para decirlas.»

Reconocen que le falta confianza

«Es verdad —comentaba la madre de vuelta a casa—, ahora lo veo todo bastante claro. El hecho de que Natalia hable poco no quiere decir que tenga

Alfonso Aguiló

la mente en blanco, sino que para expresarse requiere un marco de confianza mayor que el que han necesitado sus hermanos. La solución no está ni en protegerla más ni en hacerle pasar vergüenza, sino en ganarse más su confianza y hacer que se sienta más segura.»

Problemas que se plantean

Interrogantes:

— ¿Cómo ayudarle a superar la timidez excesiva?
— ¿Es posible aumentar la seguridad personal y una adecuada autoestima? — ¿Qué medios son los adecuados para lograr que se sienta en confianza? — ¿Cómo lograr que potencie sus propias cualidades?

Dar importancia con naturalidad a lo peculiar de su hija

Así es la vida:

Procuraron poner en práctica lo que habían quedado. Pensaron que era necesario escuchar más a su hija, pero de forma natural, aprovechando las ocasiones normales de la vida diaria. Se dieron cuenta de que bastaba con poner más interés en lo poco que Natalia solía decir, y hacer preguntas sencillas sobre lo que intuían que ella sabía. Pronto encontraron amplios temas que eran de interés para su hija, y vieron que hablaba de ellos con sorprendente soltura. Descubrieron, por ejemplo, que Natalia sabía mucho de música y de literatura, y sus padres tuvieron el buen sentido de interesarse más por esos temas y pronto empezaron a surgir conversaciones con ella de una duración hasta entonces impensable.

La importancia de sentirnos seguros

También se dieron cuenta de que Natalia se crecía cuando se le preguntaba ante otras personas sobre esos temas que dominaba bien. Comprendieron algo bastante elemental, pero muy importante y no siempre evidente: para superar la timidez la solución no es exponer a esa persona a que se sienta en ridículo ante los demás —como habían hecho antes algunas veces—, sino más bien facilitar que se sienta segura en presencia de otros, pues así es como se va soltando. Acaba manifestando iniciativa en sus cosas La mejor sorpresa la recibieron unos meses después, cuando Natalia les dijo que quería apuntarse a un nuevo grupo de teatro que se había formado en el colegio. La idea de apuntarse fue una iniciativa suya, en la que se mezclaba su interés por la literatura y su deseo de lanzarse a actuar y hablar en público. Cuando se lo habían propuesto sus padres, la vez anterior, le producía pánico sólo pensar en esa posibilidad, pero ahora lo veía asequible.

Fuente: Fluvium.org

Conversar con los hijos

Conversar con nuestros hijos

De hacerlo dependen cosas tan importantes como, por ejemplo, estar pendientes de sus sentimientos, de sus amistades, de su ocio, de su formación cristiana…

Saber conversar con los hijos es para mí algo fundamental. Una de las bellas artes más desconocidas. Dejémonos de tanta mojigatería teórica y saquemos tiempo para hablar con ellos. ¿De qué? Pues de todo. De to-do. Con esa naturalidad propia del cariño. Esas conversaciones son necesarias para ellos… y para nosotros, los padres. Por favor, no convoquemos unos miedos innecesarios. Porque una cosa es la prudencia y el ir por delante de ellos, y otra muy distinta el pavor que se refleja en esos ojos como platos de algunas madres, cuando de pronto un día se enteran -¡cuánta ingenuidad!- de que tienen un hijo o una hija en edad adolescente, capaz de las estupideces más alucinantes. Claro, los problemas y las rarezas siempre acaecían a las demás familias. ¿A nosotros, a nuestros hijos? Si son unos benditos, y que si esto y que si lo otro. Ya.

¿Tan difícil es? Un paseo basta. Un paseo detrás de otro quiero decir. O un tomar algo juntos. O hacer deporte. O lo que sea que ayude a entablar un diálogo distendido y sincero. Sin que se nos note en exceso la angustia, o ese querer solucionarlo todo con dos o tres frases rotundas, adornadas por alguna cita que hemos leído u oído en el folleto de turno. Porque nada agobia más que un padre (o madre) cuadriculado por la vehemencia del que se cree que lo sabe todo. Y no lo sabemos todo. Muchas veces no sabemos casi nada de nuestros hijos (que también creen saberlo todo). Estamos tan embebidos en lo intrascendente material, o en lo profesional, o hasta en sus mismísimas notas, que olvidamos lo fundamental de nuestros chavales. ¿Y qué es lo fundamental?

Pues esto de qué es lo fundamental va por barrios. La casuística es tan heterogénea como abracadabrante. Pero yo me ciño a lo mío. Si los padres son católicos -o dicen serlo, y aunque no sean cristianos seguirá siendo lo más crucial-, ¿qué será lo más importante? Habrá quien incluso dude a estas alturas. ¿No será el alma? Sí señores, el alma. En el alma de nuestros hijos está el impulso de su felicidad, el centro donde se dirimirán las más importantes batallas de su vida. Aquellas en donde se jugarán su alegría y su destino eterno. Sé que suena fuerte, pero la realidad no es otra. O somos coherentes con nuestra creencia o el futuro de los hijos será tan endeble como nuestra propia abulia. Luchar por la buena formación es cuidar de su alma -y de la nuestra- con perseverancia y solicitud.

De hacerlo así dependen cosas tan importantes como, por ejemplo, estar pendientes de sus sentimientos, de sus amistades, de su ocio, de su formación cristiana, o elegir un colegio que se adecue a nuestra fe (no sólo al inglés, o a la cercanía), a ese ir moldeando con disciplina y delicadeza sus hábitos. Crecen físicamente e intelectualmente. Pero ¿y espiritualmente? ¿Para cuándo las virtudes? ¿O van a quedar tullidos interiormente?

Bueno, pues de esos sentimientos, amistades, etc, es de lo que debemos hablar con nuestros hijos. Quizá al principio les dé vergüenza, un lógico apuro.

Es entonces cuando debemos hablar nosotros, contar de lo nuestro, hacerles partícipes de anhelos y problemas familiares. Poco a poco se irán abriendo a esa confianza que les ofrecemos. Con naturalidad. Sin escandalizarnos ni clamar al cielo si nos ofrecen en bandeja su confidencia. Por rara que esta sea. Hablar, hablar, hablar. Mejor dicho: escuchar, escuchar, escuchar. Sin caer en la desesperación o en la paranoia. Y si dudamos, pedir consejo, y cultivar la amistad de los padres de sus amigos… La adolescencia es una ocasión única para hacerles fuertes en el bien y en la verdad. Casi nada.

Concepto básico de inteligencia emocional

Concepto básico de inteligencia emocional

La inteligencia emocional es un conjunto específico de aptitudes que se hallan implícitas dentro de las capacidades abarcadas por la inteligencia social. Las emociones aportan importantes implicaciones en las relaciones sociales, sin dejar de contribuir a otros aspectos de la vida. Cada individuo tiene la necesidad de establecer prioridades, de mirar positivamente hacia el futuro y reparar los sentimientos negativos antes de que nos hagan caer en la ansiedad y la depresión. En el ámbito de la psicología admite la consideración de inteligencia porque es cuantificable: constituye un aspecto mensurable de la capacidad individual para llevar a cabo razonamiento abstracto y adaptación al entorno; la inteligencia emocional se pone de manifiesto cuando operamos con información emocional.

La inteligencia emocional es, por tanto, un conjunto de talentos o capacidades organizadas en cuatro dominios:

  • capacidad para percibir las emociones de forma precisa.
  • capacidad de aplicar las emociones para facilitar el pensamiento y el

    razonamiento.

  • capacidad para comprender las propias emociones y las de los demás.
  • capacidad para controlar las propias emociones.

    Las últimas investigaciones han aportado pruebas convincentes de la inseparabilidad esencial de la emoción y el razonamiento: sin sentimientos, las decisiones que tomamos pueden no ser las que más nos convienen, aunque hayan sido tomadas por lógica. Cualquier noción que establezcamos separando el pensamiento y los sentimientos no es necesariamente más adaptativa y puede, en algunos casos, conducir a consecuencias desastrosas.

    En 1983, Howard Gardner trabajaba en el proyecto Spectrum en la Universidad de Harvard. Gardner, psicólogo de la facultad de ciencias de la educación, proponía la Teoría de las inteligencias múltiples descartando que el hombre sólo tenía un tipo de inteligencia. En su libro Frames of Mind estableció ocho tipos de inteligencias: posteriormente, sus colegas investigadores llegaron a describir hasta 20. Estos autores discrepaban del paradigma existente hasta ese momento: la inteligencia se medía con parámetros lógicos (matemáticos, espaciales, gramaticales, etc.) y eran el factor fundamental del éxito de una persona.

    La inteligencia emocional, según Daniel Goleman (el autor que popularizó el término, hasta entonces solo en el ámbito de unos pocos especialistas)»es la capacidad para reconocer sentimientos en si mismo y en otros, y de utilizarlos con habilidad en sus relaciones con los demás”. Las emociones son estados afectivos, de expresión súbita y de aparición breve, que puede, crear un impacto positivo o negativo sobre nuestra salud física, mental y espiritual, además de influir en los otros.

    La aplicación de la teoría de la inteligencia emocional en la educación de los hijos es un tema en pleno desarrollo, y existe ya bibliografía y experiencia práctica al respecto.

    Fuente: Equipo COF Virgen de Olaz (basado en Wikipedia y otros artículos)

Como vencer los impulsos violentos

Autor: . | Fuente: Vida Humana.org

Cómo vencer los impulsos violentos

Quizás sufres porque no quisieras ser una persona violenta.

Quizás sufres porque no quisieras ser una persona violenta. Sientes que tus emociones te arrastran y no sabes qué hacer. Este folleto te dará esperanzas y una guía para que puedas ayudarte a ti mismo(a).

Primeramente, es importante señalar que hay muchas personas que provocan a los demás a la violencia. Sin embargo, aún en el caso de que alguien te provoque, no hay ninguna excusa para apelar a la agresión física o emocional. Entre seres racionales hay formas más civilizadas de resolver los problemas.

Identifica la causa de tu ira

Cómo vencer los

Examina y trata de comprender tus propios sentimientos. ¿Qué es

impulsos violentos

verdaderamente lo que te causa ira y te lleva a perder el control?

Reflexiona para descubrir por qué reaccionas violentamente. Quizás algo de tu pasado te molesta y ahora tu reacción se debe a ello, más que a lo que la otra persona hizo o dijo. Recuerda que ella no tiene la culpa de lo que te sucedió. ¿Se lo estás cobrando? Si te has casado y tienes hijos, ellos también sufren debido a tu violencia. Piensa en los efectos que tendrán tus acciones en tus propios hijos al presenciarlas o sufrirlas.

La violencia es contagiosa

Según los psiquiatras y psicólogos, durante los primeros años de vida es cuando los seres humanos desarrollan la capacidad de sentir compasión, valorar la vida o sentir dolor por el sufrimiento de otras personas. Por tanto, si son sometidas a actos de violencia no asimilarán tales capacidades. Al llegar a ser adultos serán los más dispuestos a usar la fuerza bruta para resolver los conflictos. El niño que ha sido maltratado cuando crece se vuelve verdugo. La niña generalmente se convierte en víctima. De este modo se mantiene el círculo vicioso de la violencia a través de las generaciones. ¡Alguien tiene que romperlo!

Los maltratos a los niños y en concreto el abuso sexual, dan lugar a una serie de dolencias psicológicas importantes al llegar a la edad adulta, tales como la depresión crónica, las personalidades múltiples o fuertes tendencias al alcoholismo o la drogadicción. La mayoría de los delincuentes adultos fueron abusados durante su infancia.

Si fuiste víctima de abusos durante tu infancia o adolescencia y esa es la causa de tu ira, puedes sanarte. Admite que necesitas esa sanación y decídete a buscar la ayuda de Dios y de otras personas.

Ten el valor de analizar honestamente tu comportamiento en el hogar y especialmente hacia tus

seres queridos. Piensa en las consecuencias de tus acciones para ti y para ellos, si pierdes la cabeza.

Si sientes que estás perdiendo la paciencia, retírate hasta que te calmes. ¿Merece acaso la pena ir a la cárcel por no haberte podido controlar? ¡Pon distancia de por medio! Más tarde trata de comunicarte con la persona con quien te has enfadado sin gritar y utilizando la lógica y la razón. Si todavía no puedes, habla con una tercera persona para que sea tu intermediaria.

¡Busca ayuda!

Contempla la posibilidad de buscar ayuda profesional. Hay organizaciones que pueden brindártela. Piensa también en buscar algún amigo equilibrado o al sacerdote o pastor de tu iglesia. Consulta a un buen psicólogo. Comienza a creer que puedes cambiar si de veras te propones hacerlo.

Busca otros modos de reaccionar cuando sientas frustración o enojo. Habla con otras personas que hayan superado su conducta agresiva y pregúntales cómo lograron cambiar.

Aprende nuevas formas de resolver los conflictos. No siempre estos se pueden evitar, pero podemos aprender a manejarlos. Al hacerlo aprendemos de nuestros errores del pasado y mejoramos la calidad de nuestras vidas.

Si tienes un problema de alcoholismo, únete a un grupo de Alcohólicos Anónimos. Existen también otros grupos para ayudar a las personas adictas al juego, al sexo o las drogas.

¡Y no te olvides de rezar mucho! Con la ayuda de Dios te sanarás y de este modo podrás ser

verdaderamente feliz y hacer felices a los demás.

Autoridad moral frente a los hijos

 

Tal parece que hoy en día uno de los temas de mayor impacto en la opinión pública es el éxito de algunas películas; sin embargo, pienso que hay otro de importancia muy superior por sus repercusiones en la vida familiar y en el desarrollo de la personalidad de todo ser humano. Estoy hablando de la autoridad de los padres de familia frente a sus hijos, y acerca de ello me recomendaron un artículo publicado en “www.aciprensa.com” en su sección de “Matrimonio y familia”. El autor, Pablo Pascual Sorribas, expone realidades, causas y sugerencias sin rodeos bajo el título: “Cómo lograr una autoridad positiva con los hijos”. He aquí un resumen.Tener autoridad -no autoritarismo- es básico para la educación. Debemos marcar límites y objetivos claros que permitan diferenciar qué está bien y qué está mal. Hay que llegar a un equilibrio, ¿cómo conseguirlo para tener autoridad? Aquí, pues, los principales y más frecuentes errores que debilitan y disminuyen la autoridad paterna:

1.- La permisividad. El niño, cuando nace, no tiene conciencia sobre la moralidad de sus actos. Somos los adultos quienes hemos de decirle lo que está bien o lo que está mal. Ellos necesitan puntos de referencia y límites para crecer seguros y felices.

2.- Ceder después de decir no. Una vez que usted se ha decidido a actuar, la regla de oro es respetar el no. El no es innegociable. Nunca se puede negociar el no, y perdone que insista, pero es el error más frecuente y que más daño hace a los niños. Cuando usted vaya a decir no a su hijo, piénselo bien, porque no debe haber marcha atrás.

3.- El autoritarismo. Es el otro extremo de la permisividad. Es intentar que el niño(a) haga todo lo que el padre quiera anulando su personalidad. El autoritarismo sólo persigue la obediencia por la obediencia. Su objetivo no es formar una personalidad equilibrada y con capacidad de autodominio, sino que puede crear una persona sumisa, esclava, sin iniciativa.

4.- Falta de unidad entre los padres. Si el padre le dice a su hijo que se ha de comer con los cubiertos, la madre le ha de apoyar, y viceversa. No se debe caer en la trampa de: “Déjalo que coma como quiera, lo importante es que coma”.

5.- Gritar perdiendo el control. Aunque a veces es difícil mantener la calma. Esto supone un abuso de la fuerza que conlleva una humillación y un deterioro de la autoestima para el niño. Además el niño también se acostumbra a los gritos y cada vez hará menos caso.

6.- No cumplir las promesas ni las amenazas. Cada promesa o amenaza no cumplida es un punto menos en la autoridad. Las promesas y amenazas deben ser realistas, es decir fáciles de aplicar.

7.- No negociar por rigidez e inflexibilidad. Esto supone autoritarismo y abuso de poder, y por lo tanto incomunicación provocando que se rompan las relaciones entre los padres y los hijos; asunto muy peligroso cuando se llega a la adolescencia.

8.- No escuchar. Dodson dice en su libro “El arte de ser padres”, que una buena madre es la que escucha a su hijo también cuando hablan por teléfono.

9.- Exigir éxitos inmediatos. Frecuentemente los padres tienen poca paciencia con sus hijos. Querrían que fueran los mejores… ¡ahora! y además, sólo ven lo negativo.

Algunos consejos para facilitar la autoridad que exigen coherencia y constancia:

1.- Tener unos objetivos claros de lo que pretendemos cuando educamos. Es la primera condición para no improvisar. Estos objetivos han de ser pocos, formulados y compartidos con la pareja.

2.- Enseñar con claridad cosas concretas. No vale decirle: “pórtate bien» o “come bien» sino darle, con cariño, instrucciones concretas de cómo se coge el tenedor y el cuchillo, dándole el tiempo necesario para el aprendizaje.

3.- Valorar siempre sus esfuerzos por mejorar, resaltando lo que hace bien, más que lo negativo y, además, demostrándole confianza.

4- Dar ejemplo. Un padre no puede pedir a su hijo que tienda su cama si él no lo hace nunca.

5.- Huir de los discursos y sermones.

6.- Reconocer los errores propios, enseñando que los errores no son fracasos, sino equivocaciones.

Y todo ello con amor y sentido común en función del niño, del adulto y de la situación en concreto. De forma que no se intente matar moscas a cañonazos ni leones con resorteras.

Autor:
Padre Alejandro Cortés González-Báez Fuente:
Church Forum www.churchforum.org